Llega ochenta años después. Sonroja. La “estupenda idea inicial” fue del físico William Ogle que trabajó en el proyecto Manhattan en el laboratorio de Los Álamos. Se siguen cavando hoyos y haciendo pruebas, la última en el desierto de Nevada, hace unos meses. El Nobel es una forma de reconocer la larga batalla de los hibakusha, que tuvieron desde el inicio un camino difícil, marcado por el silencio y el estigma. Tuvieron que vivir al principio con la censura de Estados Unidos sobre los bombardeos y con la discriminación de sus propios compatriotas que temían los posibles efectos de la radiación. Algunos incluso ocultaban que habían estado en Hiroshima o Nagasaki. Durante casi 10 años después del bombardeo, los hibakusha no recibieron ayuda alguna de las fuerzas de ocupación estadounidenses, que prohibieron terminantemente a la gente escribir o hablar sobre el bombardeo y los daños, y tampoco la recibieron por parte de su Gobierno cuando el país recuperó su plena soberanía en 1952.
Se calcula que los bombardeos estadounidenses el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki mataron a unas 210.000 personas a finales de ese año. Japón se rindió seis días después del ataque, poniendo fin a la II Guerra Mundial. La bomba atómica no ha vuelto a utilizarse desde entonces, en buena medida gracias a un movimiento mundial cuyos miembros han trabajado incansablemente para concienciar sobre las catastróficas consecuencias humanitarias del uso de armas nucleares, según destaca el comité del Nobel: este movimiento fue dando forma a una “poderosa norma internacional que estigmatizaba el uso de armas nucleares como moralmente inaceptable”, añade. “Los extraordinarios esfuerzos de Nihon Hidankyo y otros representantes de los hibakusha han contribuido en gran medida al establecimiento del tabú nuclear. Por lo tanto, es alarmante que hoy este tabú contra el uso de armas nucleares esté bajo presión”, ha reiterado el comité del Nobel.
La organización noruega coloca el foco sobre cómo las potencias nucleares siguen modernizando y mejorando sus arsenales, cómo nuevos países parecen estar preparándose para adquirir armas nucleares y cómo se usa la amenaza nuclear en guerras que están en marcha. “En este momento de la historia de la humanidad, conviene recordar qué son las armas nucleares: las armas más destructivas que el mundo haya visto jamás”.
Este movimiento, además de en Japón, ha estado presente en Canadá y Brasil. En Europa extendieron la frase ¡No a Euroshima! que evitó el despliegue de nuevos misiles nucleares en los años ochenta del siglo pasado. En 2017 habían firmado el tratado sobre prohibición de armas nucleares noventa y cuatro países.
Hoy tenemos dos guerras abiertas, con riesgo cierto. Todos los países en guerra poseen armas nucleares. Hay referencias más o menos veladas a la amenaza nuclear en Ucrania; la posibilidad de un conflicto atómico tampoco es ajena a Oriente Próximo, donde sobrevuela el temor a Irán y a Israel. En la región de Asia Pacífico, otro de los puntos calientes del planeta, Corea del Norte, que realizó su último ensayo nuclear en 2017, exhibió, sin embargo, músculo atómico hace poco, en septiembre, al mostrar por primera vez imágenes de instalaciones para enriquecer uranio; poco después, China, la tercera potencia nuclear tras Rusia y Estados Unidos, disparó un misil balístico intercontinental al Pacífico, el primer ensayo de este tipo que ha realizado el gigante asiático desde 1980.
Nos toca poner el grito en el cielo. Lo que ocurrió en Japón no debe repetirse jamás. Apenas hay 100.000 hibakusha vivos en la actualidad, es necesario que escuchemos sus voces y advertencias. La memoria nos debe permitir luchar contra la complacencia.
Los gazatíes, al paso que llevan los bombardeos de Israel, no llegarán a recibir el Nobel, pues dentro de ochenta años apenas quedará población viva.
