Muchas de las colaboraciones público-privadas en Inteligencia Artificial (IA) tienen que ser filtradas por regulaciones que defiendan del perjuicio crítico a los ciudadanos de proyectos como el desarrollo de armas de destrucción masiva. Así ha hecho la UE, pero no los EE. UU. Los grandes titanes americanos de las tecnologías tienen unos presupuestos que superan los de muchos países y unos equipos de lobby feroces que intentarán utilizar el argumento viejo de que la regulación frena la innovación, que ayuda, por ejemplo, a diagnosticar y tratar enfermedades tempranamente, a acelerar la investigación científica e impulsar la productividad, y que esos costes de oportunidad son más perjudiciales que los daños que la IA pueda ocasionar sobre la capacidad de las personas de controlar su propio destino.

Sin embargo, el Premio Nobel 2024 de Química se ha otorgado por primera vez a empleados de una corporación multinacional, Hassabis y Jumper de DeepMind (DM) de Google, y a Baker de la Universidad de Washington. Todos eran profesores universitarios o investigadores de institutos financiados por los gobiernos que habían publicado sus resultados en revistas con revisión de pares y cuyos hallazgos fueron expuestos a todo el mundo. Si la ciencia, la salud y la educación son bienes comunes de la humanidad, la Academia Sueca ha legitimado su privatización. Aunque el código fuente esté a disposición del público, DM tiene múltiples patentes por lo que tendrá siempre la última palabra sobre el uso de la tecnología.

La tecnología de la información gratis nunca es gratis. Los datos compilados y organizados por científicos fueron, casi siempre, financiados con fondos públicos, es decir, dinero de los contribuyentes. Muchas veces los funcionarios públicos crean gigantescas bases de datos, pero como se argumenta que los gobiernos son máquinas rígidas y burocráticas que además acaban por perder conocimiento y capacidades necesarios para promover innovaciones y avanzar el progreso científico y económico, hay que abrir la puerta de par en par a las empresas que, como actores privados, sí tienen incentivos monetarios convincentes para su impulso. Por ende, el sector privado se ha aprovechado del trabajo realizado por científicos financiados con dinero de los contribuyentes. Vamos con tres ejemplos: el primer satélite lo lanzó el gobierno de los EE. UU., no Elon Musk; el ejército norteamericano desarrolló Internet antes de que pasara a comercializarse; y las empresas farmacéuticas rara vez invierten en investigación básica. ¿Conoce esto la ciudadanía que paga religiosamente sus impuestos? Seguramente no. Por ello precisamos que los gobiernos impongan reglas de juego claras y regulación amigable. Como ha hecho la UE, soportando sofocantes presiones, pero regulación para que el mercado opere bien y todos ganemos.

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