Un buen sistema sanitario debería conciliar el acceso a la tecnología mensurando, al mismo tiempo, el impacto en la calidad de los servicios prestados, y los costes de los servicios que se proporcionan.

Gastar más no implica, necesariamente, conseguir una mejor asistencia o unos mejores resultados en salud. Incluso el aumento del gasto puede no repercutir en ningún beneficio si se produce como consecuencia de una demanda de una mayor oferta de nuevas tecnologías, y -adicionalmente- no se acompaña de innovaciones de carácter organizativo, sino que se mantienen o intensifican disfunciones previas. En otras palabras, la incorporación de una nueva tecnología debe no sólo estar fundamentada, sino que se ha de hacer en función de las ya disponibles, y no sólo con un carácter “sumatorio” sobre las ya existentes. Este punto no siempre es entendido por los “oferentes” de las nuevas tecnologías (empresas de tecnologías) quienes, con frecuencia, piensan que su “oferta” ha de incorporarse sin más por lo que aportan en sí mismo, no por lo que complementan o sustituyen a lo ya existente.

Esto hace que numerosas tecnologías se introduzcan en el mercado de forma vertiginosamente rápida y sostenida, incluso antes de que existan evidencias ciertas no ya de su eficiencia, sino –a veces- de su efectividad o de su seguridad a medio y largo plazo, experiencia que se va adquiriendo con su empleo. Pero el “oferente” ha conseguido su objetivo: la introducción en el mercado y el empleo de la técnica. Y, frecuentemente, ni los médicos ni el sistema sanitario se encuentran preparados para ello porque el desarrollo tecnológico no ha tenido en cuenta al sistema sanitario, ni la preparación que los médicos precisan.

Es en este proceso en el que se nota la lejanía entre el mundo de la tecnología sanitaria y el mundo en el que se aplica, cuyos protagonistas no son otros que los médicos. La tecnología parece que más bien busca la patología, mientras que el médico se encuentra más interesado por la enfermedad. Es una diferencia conceptual sutil pero definitiva a la hora de enfrentarse al problema. Es la diferencia entre trabajar sobre lo abstracto y conceptual en lugar de hacerlo sobre lo tangible y concreto.

En términos generales, una innovación tecnológica puede ofrecer “algo más” o “algo mejor”. Al menos en teoría, la primera ofrece, de forma aditiva, un avance que podría reemplazar a una tecnología previa (lo que no siempre ocurre), mientras que la segunda ofrece, de forma disruptiva, algo nuevo que debería incorporarse por ser un “hito” o aportación única “de nuevo cuño”. Sin que se pueda generalizar, aparecen con un carácter más innovador las segundas; y, sin embargo, se aceptan más fácilmente las primeras en la práctica clínica (porque no modifican costumbres o actitudes), resultando de extraordinaria dificultad la implantación de las segundas, muy probablemente por la resistencia de los propios profesionales y de las organizaciones a dicha implantación. Por seguir la terminología previa, las nuevas tecnologías aditivas no exigen cambios organizativos, mientras que las disruptivas suelen precisarlos, siendo así que los avances “aditivos” (más fáciles de incorporar) suelen requerir cautelas hasta que aporten suficientes evidencias científicas) mientras que los “disruptivos” se deberían incorporar cuanto antes mejor.

Las organizaciones sanitarias han de velar de forma constante para no verse “sorprendidos” por las nuevas tecnologías. En medicina es bastante posible que todo lo que se piense que se puede hacer y conseguir, finalmente sea posible hacerlo o conseguirlo. Todo lo que sea científicamente posible, probablemente se terminará realizando. Parece que no hubiera barreras tecnológicas y que, más pronto o más tarde, todo lo que imaginemos lo podamos alcanzar. En este escenario, nadie como las organizaciones sanitarias para vigilar que su interés por la calidad y la eficiencia no es sobrepasado por tecnologías que pueden no ser eficaces en la práctica clínica, por lo que jamás serán efectivas, y nunca eficientes.

La política sanitaria debe buscar un equilibrio entre innovación, calidad ofrecida, y coste. A duras penas se conseguirá este equilibrio sin trasladar a la clínica, y por tanto con participación de los profesionales, lo que son auténticas innovaciones. Sorprende, con frecuencia, la distancia entre las empresas de biotecnología y los profesionales, olvidando que la implantación de una nueva “buena oferta” depende de tres factores concatenados: disponer de ella, planificar su implantación, y aplicarla. Cualquier carencia en alguno de estos pasos, la hará fracasar.

Las tres áreas que pueden crear obstáculos a una “buena causa” son: la dificultad de concretarla en una oferta singular (lo que depende del desarrollo tecnológico), las carencias para incorporarla a un modelo organizativo (lo que depende del propio sistema sanitario), y la resistencia del consumidor (lo que depende del propio médico). Hay algunas fuerzas que ayudan o entorpecen los esfuerzos por la innovación: los intereses de las empresas tecnológicas, la política y las regulaciones gubernamentales, los agentes del sistema sanitario, la financiación y la necesidad de rendición de cuentas, la adaptación de aquellos que tienen en sus manos la aplicación, y los destinatarios finales de la innovación. Un escenario demasiado complejo para que, cada uno, no intente facilitar o dificultar el proceso de innovación tecnológica, sobre la base de su propia opinión o experiencia y sin contar con los demás. Y esto es aplicable al primer escalón, las propias empresas de biotecnología que no siempre tienen en consideración a quienes tienen que aplicarlas; o al último, aquellos que la aplican que no siempre rediseñan su actividad contando con la nueva tecnología.

Las estrategias innovadoras deben de tener su recompensa, proporcional al esfuerzo innovador. Seguramente esto obliga a cambiar la percepción de unos y otros. Reconocer más el esfuerzo del promotor pero contar más con el destinatario y con quien –finalmente- la aplicará.

A nadie se le oculta que el desarrollo tecnológico es muy rápido. Pero esta rapidez no ha ido paralela a una rigurosa valoración de la eficacia clínica, y menos aún del beneficio que reporta a la sociedad. En tal sentido, es preciso mejorar y avanzar en tres aspectos: el rendimiento terapéutico (sobre todo con respecto a otras alternativas), la relevancia clínica (el nivel de mejora terapéutica y de eficiencia tecnológica), y la generalización de su uso (lo que plantea un esfuerzo adicional de convencer). El principio que guía el proceso de evaluación e introducción de cada nueva tecnología se fundamenta –desde luego- en pruebas científicas; pero es crucial la colaboración con los profesionales implicados, la disponibilidad de información auténticamente relevante, y un acercamiento global entre los actores de la innovación: los mundos técnico, clínico, social, económico, y ético.

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