Quizás sea razonable pensar que existen numerosas barreras entre la investigación y la práctica clínica. Sin embargo, hay notables excepciones que demuestran, por otra parte, que cuando no existen tales barreras, la investigación mejora en cantidad y calidad y la clínica mejora sus resultados.

De la investigación básica a la clínica. De la biotecnología sanitaria a la salud de la población, pasando por los enfermos y la enfermedad. Es la cadena de valor, que requiere una visión unitaria, sin solución de continuidad, entre el conocimiento, su desarrollo, la aplicación de la tecnología, y la consecución de las mejores y mayores evidencias científicas. Es la secuencia investigación-desarrollo-innovación.

Sin embargo, los autores que poseen el conocimiento original, los agentes que influyen en este proceso, y los actores finales que lo aplican (médicos) o reciben (enfermos) no tienen unas normas claras para poder colaborar entre ellos, ni tienen hábito en una gestión conjunta del conocimiento. Y sin embargo, es una prioridad adquirir esta experiencia si queremos aprovechar ese 3 % del PIB destinado a I+D que se prevé para los próximos años como inversión teórica.

Al mundo científico, académico y universitario le preocupa la implantación del conocimiento; al mundo empresarial le preocupa la implantación de la nueva tecnología; y al mundo profesional le preocupa la implantación de las evidencias científicas. Son intereses distintos para una misma cosa: la aplicación práctica de la ciencia.

No nos engañemos: los resultados finales dependerá de la implantación en la práctica clínica de las innovaciones tecnológicas y para eso hay que contar, desde el principio, con los profesionales. En cierta medida, la realidad del progreso de la medicina en este campo dependerá más de la aplicación real que de la aplicabilidad teórica. De eso han de ser conscientes los responsables del desarrollo tecnológico, las empresas. Y ya lo son cuando se preguntan ¿cómo aplicar los avances en biotecnología?, ¿en qué momento? Porque, de lo contrario, se encontrarán con que no todo lo aplicable es aplicado. Su tecnología se puede quedar huérfana por no tener destinatario.

En un mundo globalizado sólo es posible conocer la magnitud e impacto del progreso a través de la experiencia propia y ajena. Por tanto, el progreso médico “publicado” (en documentos) es el referente, y este progreso tiene su origen en las instituciones que manejan el conocimiento médico y lo aplican (básicamente las universidades y las instituciones sanitarias). Aún con diferencias regionales o locales, el binomio Universidad-Hospital es el origen de la producción biomédica de mayor cantidad y calidad en nuestro país, lo mismo que en otros. Y esto no ocurre en otras ramas del saber, como las ingenierías o las humanidades. No incluir a los hospitales o las universidades desde el primer momento del diseño de la innovación tecnológica (lo cual es frecuente para las empresas dedicadas a I+D) es separar artificialmente, el origen y el destinatario de su investigación. Cuando se dan cuenta de semejante fallo surgen las alianzas en forma de consorcios, parques tecnológicos, o simplemente institutos de investigación.

El mundo académico-universitario no puede quedar al margen del desarrollo inicial de la innovación. Tampoco el mundo sanitario puede ser el último al que llegue el avance en el conocimiento una vez “listo”, en un modo “ahí tienes: utilízalo”. Ambos han de estar desde el inicio, en la definición de las posibles aplicaciones, en su desarrollo, y en su implantación, si queremos evitar el fracaso. Y ahí el esfuerzo principal debe ser de la biotecnología para acercarse a la clínica (aunque también en sentido contrario hay carencias ciertas). Pero no se puede mantener una separación entre biotecnólogos “fundamentalistas” y la medicina clínica, más escéptica por su costumbre a enfrentarse a la cruda realidad de la dura enfermedad.

La estrategia de considerar al médico como un simple consumidor de los nuevos avances es equivocada, resulta cara para el sistema sanitario, y probablemente inútil en gran medida, además de frustrante para el médico que espera avances propios del siglo XXI. Los responsables de la biotecnología han de ser conscientes de que las innovaciones que han llegado a “poseer” las deben de poner al servicio de los profesionales  y de la mejora de la salud, y no al servicio del negocio, porque la salud no es un negocio.

Esta lectura afecta, selectivamente, a las empresas dedicadas a la salud dentro de la biotecnología, que son la mayoría. Pueden fracasar al descuidar a quienes tienen el conocimiento y la capacidad de formación, lo que tiene un precio en la implantación. Pueden fracasar por inutilizar el avance, con el consiguiente precio en el avance del conocimiento. Y pueden fracasar si se dilata la implantación de la mejora, con el derivado precio en salud.

Y una parte importante de la prevención del fracaso debe ir de la mano de los profesionales. Será necesario (imprescindible) contar con los clínicos para implantar las soluciones biotecnológicas, evaluarlas, mejorarlas y amplificarlas, extendiendo su uso para mejorar la salud. Una paradoja, queremos pensar que transitoria, es la coexistencia de un aceptable desarrollo de la biotecnología en el ámbito de las ciencias de la salud junto a una muy limitada implantación. En otro momento nos hemos referido a las dificultades que encierra esta implantación, pero eso sólo puede ser compensado si los actores del mundo sanitario comprenden la mejora y se implican –individual y organizativamente- en su implantación.

Probablemente sin avances tecnológicos es posible que la vida del ser humano tenga un límite señalado por el proceso de envejecimiento cuya información radica en el propio material genético. Ese límite, desconocido, puede estar entre los 150 y 200 años, probablemente más próximo a la primera cifra. Sin embargo, la enfermedad interrumpe su vida, y así resulta que la esperanza de vida es notablemente inferior, aunque en aumento gracias, a los avances científicos y al desarrollo social y económico: 40 años a comienzos del siglo XX, 80 años a comienzos del siglo XXI, y –de seguir la misma progresión- 120 años a comienzos del siglo XXII. Pero gracias también a la ciencia, un ser humano puede vivir unos 35 años más que su esperanza de vida al nacer. Permítasenos un ejercicio de cálculo. Nuestros padres vivieron 75 cuando su esperanza de vida era 40; en el mejor de los casos nosotros podremos vivir 95 cuando la esperanza era de 60, nuestros hijos 105 años cuando al nacer tenían una esperanza de 70, y nuestros nietos podrían vivir 125 si su esperanza de vida al nacer fuera de 90. ¿Vamos a perder la oportunidad?. Y todo ello sin contar con la manipulación genética que podría ¿doblar? la cifra.

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