La situación actual de crisis económica que estamos viviendo en nuestro país, con una limitación muy importante de recursos públicos dirigidos a los programas de bienestar social, por la fuerte caída  de los tributos, hace que sea una necesidad ineludible, mantener la equidad y la calidad de nuestro SNS, garantizando su viabilidad. Por tanto, los recursos disponibles para financiar medicamentos y otras tecnologías sanitarias deben asignarse de una manera más eficiente teniendo siempre en cuenta el coste de oportunidad, las necesidades de salud a cubrir, los resultados que se van a obtener con el uso de las alternativas terapéuticas existentes y la necesidad de no limitar el acceso de los pacientes a las nuevas entidades moleculares realmente innovadoras.

Muy posiblemente, una vez superada la crisis, los años de grandes presupuestos públicos se han acabado. El reto estará en obtener mejores resultados con menores costes o con los costes asumibles por la sociedad y el SNS. Sin duda, el criterio de eficiencia jugará un papel preponderante a la hora de conseguir que nuestro SNS continúe financiando aquellas prestaciones sanitarias innovadoras y coste-efectivas, mantenga su calidad asistencial y sea sostenible manteniendo igual acceso a igual necesidad.

Hay un deseo de aminorar la incertidumbre que nos dejó, a muchos de nosotros, el RDL 16/2012. Nadie duda que la precipitación con que fue redactado obedeciera a imperativos financieros de mucha urgencia que permitiera mejorar las cuentas públicas para no ser intervenidos por la troika. El resultado del funcionamiento de nuestro modelo está muy condicionado por la enorme brecha entre el gasto y el ingreso público provocada por la crisis financiera. Además su caracterización sociológica ha cambiado con el nuevo de siglo. Ha desaparecido casi por completo el paternalismo en la práctica de la medicina y los pacientes son cada vez más impacientes.

La suficiencia financiera anterior a 2008, posibilitada por las diferencias positivas entre la recaudación real y la normativa, estaba muy ligada a los tributos cedidos relacionados con el sector inmobiliario. Ello empujó a que por interés electoral, cierta demagogia y creciente populismo, la clase política obviara la planificación sanitaria inherente a la puesta en marcha de nuevas infraestructuras y no considerara el medio y largo plazo. El resultado ha sido una incorrecta asignación de los recursos sanitarios públicos en muchas Comunidades Autónomas. Con crudeza, desde 2010, la suficiencia ha sido sustituida por una insuficiencia financiera que amenaza la sostenibilidad del sistema sanitario público, que incrementa la deuda de las CC.AA a los proveedores sanitarios, sin haber logrado terminar con las disparidades injustificadas en la financiación por unidad de necesidad de salud que, en algunos casos, se han visto aumentadas desde entonces.

Ante esta situación de franca crisis, asistimos a respuestas de lo más variopintas: recortes de salarios en el sector público en toda España, ajustes de plantillas y de camas solo en Cataluña y, en Madrid, la panacea se busca en la externalización de la gestión de recursos públicos a entidades privadas. Sin embargo, a uno le llama poderosamente la atención que, como a nadie se le escapa, sin saber administrar nuestra propia casa queramos que nos la administren entidades sostenidas financieramente por fondos de capital riesgo que, como se sabe, no suelen tener vocación de permanecer tiempo en el sector. Tampoco los meros recortes llevan a sitio alguno. Se tiene la sensación fuerte que se ha declinado, hace ya bastante tiempo, el reinstaurar la meritocracia frente a la partitocracia que lleva a las libres designaciones en la gestión de lo público. Pues bien, entre un extremo y otro, tenemos lo que sería prudente: transitar con figuras jurídicas intermedias que mantengan el control de lo público y faciliten la gestión privada. Y evaluar.

La posibilidad de desertar de lo público haría que nuestro Estado de Bienestar que hemos ido construyendo los últimos 30 años, sería sólo para los más desfavorecidos. Se perdería universalidad y arraigo social. Como sostiene Vicente Ortún, si el desarrollo de un país viene muy condicionado por su riqueza institucional, en términos de efectividad del gobierno y universalidad de los servicios públicos, parece conveniente preservar la componente sanitaria del Estado de Bienestar. Jesús Millán apunta a si la sostenibilidad en un fin en sí mismo y antepone la importancia de la ética, especialmente los principios de justicia y autonomía, en la asistencia sanitaria.

Ya nadie duda que asistamos a un final de ciclo y que la gestión sanitaria pública mediocre e ineficiente haya llegado a su fin. Su politización, el corto plazo, la opacidad, la falta de rendición de cuentas,…..han hecho que aparezca el mercado como tabla de salvación. Así, ya decía José Manuel González Páramo en 2003 que si el peso de la ineficiencia de las decisiones públicas crece significativamente, la frontera de lo que podría hacer el Estado se desplazará al mercado, y habrá que asumir pérdidas en bienestar social y de equidad que se podrían haber evitado.  El devenir del tiempo le ha cargado, desafortunadamente, de razón.

Estamos pues ante un serio problema: no podemos pagar todo a todos y gratis en el momento de uso, como hemos venido haciendo alegremente. Si hay que racionar, hagámoslo con rigor, reinvirtiendo. Innovación que merezca la pena y prácticas clínicas efectivas, ayudan, aquí no hay que tocar. Hay margen, el uso de los siempre finitos recursos, que ahora son críticamente escasos, puede ser mejorado en su adecuación, atacando las bolsas de ineficiencia sobradamente conocidas.

¿Qué hacemos ante este cul de sac?. En el corto plazo, el imperativo de reducir déficit, lleva a recortes que se tienen que hacer con cuidado pues hay muchas desigualdades, sobre todo, en las listas de espera. Es también preciso activar la economía, emprender, arriesgar y, sobre todo, apostar por el futuro, es decir, por una educación de alta calidad y por la incorporación rápida en los procesos productivos de la cada vez más pujante innovación, sobre todo de la disruptiva, que puede llevar a crecimientos y beneficiar con bajos precios a muchos consumidores.

La participación ciudadana es clave. Cada vez más, aunque todavía con tibieza, señala una importante falta de transparencia en la gestión de los servicios públicos. El Estado está en la obligación de dar explicaciones a los ciudadanos con claridad, de decir qué quiere hacer y con qué criterio. Seguramente se ha llegado a esta situación compleja y de difícil solución, por una notable falta de reformas de calado en lo público que ya eran requeridas desde hace mucho tiempo. El reto para el SNSE, con un coste de oportunidad creciente en los presupuestos públicos, es lograr la suficiencia financiera en un entorno de control férreo del déficit como el aprobado en los países europeos a medio plazo. Un sector que siempre ha expresado tanta querencia a la innovación tecnológica, empiece a ser estimulado por sacudidas organizativas puede ser saludable. Ahora bien, con transparencia y rendición de cuentas, que en nuestra jerga es básicamente evaluar, como cualquier experimento, con luz y taquígrafos. Y contar con sus actores, poniendo como ejemplo a todos los colaboradores de este libro.

La restricción presupuestaria impedirá hacer frente a nuevas necesidades de gasto en ausencia de un crecimiento económico sostenido e incluso en condiciones económicas favorables. Hay que buscar nuevas fuentes de financiación en el ámbito de los ingresos públicos (más impuestos directos e indirectos) y/o en la participación de los usuarios de los servicios (tasas), e introducir mejoras en la eficiencia de las organizaciones sanitarias que permitan producir más salud a menor coste. Esperemos que estas líneas alimenten el debate sereno, la sana crítica y de pistas a quién tiene que escucharlas para que las tenga en cuenta en sus decisiones.

 

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