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Aunque sus efectos sean muy insidiosos y tarden en dar la cara, la dan, y vaya que si la dan. Según la revista Nature provoca 3,2 millones de muertos al año en todo el mundo pudiendo doblarse en 2050, con 6,6 millones. La contaminación atmosférica afecta muy especialmente a niños, ancianos y personas que padecen enfermedades pulmonares. Estudios dirigidos por CREAL asociaban la exposición materna de dióxido de nitrógeno (NO2) en las primeras fases del embarazo con un menor crecimiento del feto. Su acumulación por encima de los niveles permisibles ha limitado el tráfico en Madrid y reducido su velocidad permitida. Las partículas PM 2,5 entran en nuestro torrente sanguíneo y causan infartos y enfermedades cardiovasculares. Las PM 10 disparan exacerbaciones de enfermedades respiratorias ya existentes y hacen que los servicios de urgencia hospitalarios aumenten un 10% su tasa de utilización durante los picos detectados fundamentalmente en invierno. Y esto no hecho nada más que empezar, a ser público. Antes había contaminación pero había total opacidad. En esto parece que hemos mejorado y la ciudadanía parece que tiene más conciencia del peligro que representa.

Como los efectos sobre la salud no se perciben con nitidez, las demandas de acciones inmediatas a las autoridades para tomar medidas, no se producen con la intensidad debida.

Científicamente, no hay sitio para la especulación. La relación entre contaminantes ambientales y mortalidad prematura está bien establecida y demuestra una relación directa entre la contaminación ambiental y la aparición o agravamiento de enfermedades. La Agencia Europea de Medio Ambiente estima que la contaminación atmosférica causa en España 27.000 muertes prematuras al año.

El asunto más complicado y aquí los profesionales de salud pública tienen un rol, es hacer advocacy, es decir, presentar a la opinión pública de una manera inteligente y eficaz la información clave que se tiene sobre el problema de manera que ésta no sea tan reacia y que no exista tanta incomprensión hacia medidas, que, necesariamente, tienen que ser restrictivas en lo individual para conseguir una meta colectiva. No estaría mal para empezar que en los paneles de tráfico figuraran los niveles de contaminación con estadísticas de mortalidad atribuida a la polución. También anuncios rigurosos pero duros con la realidad a la que nos enfrentamos. Y como no, colegios, educadores y salubristas de la mano. Los políticos no deben tener miedo a preparar planes estructurales que eviten los episodios a los que nos vemos expuestos regularmente. Seguro que no es fácil, ni recibirán el aplauso inmediato (como cuando el 1 de enero de 2006 se prohibió fumar en cualquier espacio público cerrado), pero han de hacerlo, y sin demora.

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