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Ya en el 2003 publicamos un libro (¿Todo para todos y gratis?) donde queríamos contribuir a poner encima de la mesa lo que entonces ya se percibía como un debate emergente sobre la perdurabilidad del SNSE y los riesgos de dejar que su propia inercia fuera el motor de los cambios, en lugar de obedecer a un proceso racional capaz de salvaguardar sus objetivos fundamentales. Diez años después observamos la escasa permeabilidad de estos informes que tienen la vocación de informar para la toma de decisiones.

Considerábamos que resultaba pertinente una revisión de las herramientas metodológicas disponibles y de las alternativas que permitieran conceptualizar los distintos aspectos involucrados en la racionalización del funcionamiento de un sistema sanitario, y que incluyera los valores subyacentes y las repercusiones éticas y políticas de los diferentes abordajes técnicos. Una vez consultada la teoría, nos parecía imprescindible complementar esta visión con experiencias reales de las que fuera posible extraer enseñanzas prácticas que pusieran en evidencia las exigencias de la realidad y la influencia de los aspectos históricos y de tradición cultural tanto en la elección de los mecanismos de establecimiento de prioridades como en los resultados alcanzados en los países en los que se ha llevado a cabo.

Por último, y dada nuestra voluntad de realizar una aportación que resultara significativa en nuestro propio medio, decidimos que era imprescindible un diagnóstico contextualizado de la viabilidad de un planteamiento abierto de priorización y optimización en el SNSE. Y para ello lo mejor era recurrir a la inteligentzia del sistema: gestores y estudiosos de reconocido prestigio a los que invitamos a discutir de forma estructurada los pormenores de un escenario de este tipo desde su experiencia y conocimiento. Creemos que el intento resultaba oportuno y que en buena medida se han alcanzado los objetivos propuestos. Por nuestra parte, nos gustaría discutir algunas de las conclusiones resultantes de este ejercicio.

Si bien la Economía parte de la consideración de la escasez de los recursos disponibles para alcanzar cualquier objetivo, en los sistemas sanitarios se suman una serie de circunstancias que agravan aún más este déficit. A la existencia de fallos de mercado específicos de este tipo de servicios, como la oferta inductora de demanda y la necesidad de gestionar ésta mediante listas de espera ante la ausencia de precios, se añaden en el presente circunstancias de carácter tecnológico, demográfico y sociológico.

Esta brecha creciente entre la demanda y los recursos disponibles para satisfacerla es patente en los sistemas sanitarios públicos de los países desarrollados. El esfuerzo por atender esta demanda sanitaria de la población debe pasar, en primer lugar, por la eliminación de las ineficiencias en el sistema. Es decir, obtener más con los mismos recursos. Sin embargo, la optimización en el uso de los recursos disponibles no parece ser suficiente para cubrir la demanda de atención sanitaria.

Es entonces cuando debe plantearse si las medidas a adoptar se centrarán en los aspectos financieros (recaudación a través de copagos o tasas sobre externalidades que afecten a la salud), de oferta (definición de los servicios incluidos en la cobertura sanitaria pública) o demanda (añadir un coste monetario al ya existente en términos de tiempo).

Ya ha sido comentado profusamente en el último año, desde la promulgación del RDL 16/2012, el riesgo de alteración de la equidad que suponen los sistemas de participación del usuario en el coste. Asimismo, la fijación de tasas finalistas sobre aquellas actividades que podrían afectar negativamente a la salud de la población se traduce no sólo en una transferencia de renta en detrimento de estos sectores, sino también en ineficiencias (desequilibrios) en la asignación de los recursos en los mismos. Asimismo, la regresividad fiscal asociada a la introducción de nuevos impuestos indirectos sobre el consumo se ve agravada por el hecho de que dichos hábitos de consumo negativos (aquellos que van a ser penalizados fiscalmente) se concentran en los estratos sociales más desfavorecidos. Por otra parte, no parece lógico actuar sobre la demanda de atención sanitaria ya que habitualmente la ciudadanía está solicitando una atención a la que tiene derecho.

La intervención sobre la oferta tal como se postula desde el punto de vista teórico supone un ejercicio democrático de decidir la composición de la atención sanitaria que se garantizará a cada ciudadano. La experiencia internacional muestra que requiere de madurez de la sociedad civil y su importancia reside en el carácter estratégico de la sanidad, que como servicio público debe ser un pilar fundamental de cualquier sociedad desarrollada, ya se mueva ésta en un ideario más próximo al Estado del bienestar o al liberalismo económico.

El hecho de que la oferta de atención sanitaria sea inductora de su propia demanda debería bastar para desestimar como medida exclusiva un progresivo aumento de los recursos destinados a la sanidad. Esta política sería adecuada sólo en combinación con medidas sobre la oferta de servicios sanitarios. Sin embargo, en la práctica éstas últimas muestran un excesivo sesgo electoralista y tienden a adolecer de falta de visión planificadora a medio o largo plazo. El resultado de este tipo de dinámica es una modificación de la oferta en forma de racionamiento implícito que favorece la perpetuación de situaciones de manifiesta ineficiencia e inequidad.

A nivel internacional existe, teóricamente, un enfoque común en el establecimiento de prioridades que pone énfasis en la identificación explícita de los principios, la creación de un proceso robusto más que la búsqueda coyuntural de soluciones técnicas, la necesidad continua de flexibilidad clínica, el avance de la medicina basada en la evidencia y de la investigación de resultados en salud, y el incremento en la implicación de los distintos agentes que intervienen en los sistemas sanitarios. Desafortunadamente, su traslación a la práctica está lejos de ser completa.

La revisión de la literatura nos señalaba que la rendición de cuentas (accountability for reasonableness) es el aspecto más discutido actualmente. Los problemas de salud priorizados han de ser relevantes en términos de evidencia científica; han de hacerse públicos y ser transparentes y accesibles; han de ser revisables y disponer de mecanismos de resolución; mientras que su explicitación ha de ser regulada públicamente.

La situación presente parece reunir todos los requisitos que justifican un empeño de este orden. El nivel de gasto sanitario sufre la presión al alza del grupo de cost drivers característico (factores demográficos, tecnológicos y socioeconómicos). Desde el punto de vista teórico se ha demostrado que este crecimiento del gasto sanitario no puede abordarse con un simple aumento de la financiación, sino que requiere una reflexión profunda sobre la racionalidad subyacente al diseño de la oferta sanitaria, que la reoriente  para dar respuesta a estos nuevos retos. Nada de esto se ha hecho en los 10 últimos años.

Si nos centramos en el SNSE, es necesario señalar la existencia de un factor adicional: la descentralización, que otorga un nuevo papel a los aspectos políticos en la dirección del mismo. Sin embargo, no parece darse tal consenso acerca de las causas de la ausencia de un proceso de priorización en la sanidad pública española. ¿Se trata de la presión impuesta por el corto plazo asociado a los periodos electorales, o bien, la asfixia financiera impide que se plantee un debate sosegado?

Esta política de oferta debería basarse en el establecimiento explícito de qué prestaciones quedarán incluidas en la cartera de servicios del SNSE. Dadas las particulares características del bien que nos ocupa (la asistencia sanitaria) y la condición de sistema nacional de salud, con un alto grado de legitimidad en nuestro medio, no parece apropiado que su planificación quede en manos de un único agente (clase política), sino que es necesaria la participación de, entre otros, los profesionales, los pacientes y las instituciones proveedoras de bienes y servicios. Resulta necesario insistir en un aspecto crucial: la confusión habitual entre las tensiones financieras del sistema sanitario y el proceso de establecimiento de prioridades sólo lleva a una contaminación del debate y a una pérdida de peso de la sanidad dentro de la agenda política.

En definitiva, la planificación a largo plazo debe rescatar al SNSE de la lógica electoralista en que se mece. El proceso de entrega de competencias sanitarias a las Comunidades Autónomas que finalizó en enero de 2002 ha supuesto ciertas mejoras (cercanía del servicio) pero también nuevos riesgos (sobre la equidad interterritorial y nuevas tensiones financieras, en un contexto de escasez de recursos públicos. Por otra parte, las dificultades económicas del sistema no parecen coincidir con la voluntad expresada por los distintos gobiernos autonómicos acerca de la urgencia con que se deben reducir las listas de espera. La población recibe mensajes contradictorios: es necesario reformar y reforzar la financiación de la sanidad, pero simultáneamente se van estableciendo nuevos objetivos en términos de días de espera. La existencia de distintos centros de decisión política (a nivel estatal y autonómico) debiera quedar solventada por la actuación del Consejo Interterritorial del SNSE, cuya labor es encomiable pero adolece de una cierta falta de operatividad en la implantación de los acuerdos.

Desde el punto de vista teórico, los criterios de priorización han de cumplir una serie de requisitos: encajar en la estrategia del sistema sanitario, estar alineados con las regulaciones internacionales, contar con evidencia empírica que los avale, considerar el impacto clínico, atender a las verdaderas necesidades de salud comunitarias, aprovechar a todos los agentes y con interdependencia profesional, además de tener un impacto presupuestario en la movilización de recursos.

Es posible definir una serie de elementos que facilitarán la implantación de un proceso de priorización: un plan estratégico que defina con claridad tanto la formulación como la gestión (lo que implica la delimitación de roles y responsabilidades), un plan de comunicación eficaz, un proceso adecuado de revisión, métodos consensuados para la evaluación y monitorización, así como estrategias de liderazgo y gestión del cambio. ¿A qué esperamos?

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