articulo juan

La idea de que las decisiones clínicas se fundamenten en conocimiento o evidencia científica nos parece aceptable a muchos. El conocimiento científico más relevante para la toma de decisiones clínicas es probablemente el relacionado con la efectividad, la seguridad y el coste de las opciones disponibles para un problema de salud que tenemos que resolver. En este sentido, parece que la investigación clínica y la evaluación económica (EE) son dos de las disciplinas más relevantes para la toma de decisiones clínicas. Pero son, ¿la Medicina y la Economía disciplinas basadas en metodologías científicas? Una disciplina se puede definir por una metodología y un campo de estudio. Alan Williams definió la economía de la salud como una disciplina que aplica la metodología del análisis económico al campo de la salud.

En general se acepta el ensayo clínico controlado (ECC) como el “gold standard” generador de la evidencia más robusta sobre eficacia y seguridad. Pero hay problemas: un diseño erróneo puede invalidar o hacer irrelevantes los resultados, el dilema de la validez interna y la validez externa, es decir, donde llevamos la balanza, hacia el rigor científico o hacia la relevancia para la toma de decisiones. También la presencia de sesgos intencionados o no, y un largo etcétera. No es la panacea pero es lo mejor que tenemos. Y si vamos más lejos: ¿hay justificación racional para autorizar nuevos medicamentos en base a los criterios de superioridad respecto a placebo y no inferioridad respecto a tratamiento existente?

En cualquier caso, las decisiones clínicas, aún basadas en conocimiento científico, requieren de otros elementos no científicos, supuestos, juicios técnicos, juicios de valor, etcétera. Esto afecta tanto a la investigación clínica como a la evaluación económica. En último término, un ensayo clínico no deja de ser un modelo. Y no hay razones excepto las de tiempo, disponibilidad y coste para no hacer ensayos farmacoeconómicos (evaluaciones coste-eficacia) con una metodología similar a la de los ensayos clínicos.

Los factores a considerar en la decisión clínica dependerán de si lo que se pretende es maximizar la supervivencia o cualquier otro indicador de resultados en salud, o bien maximizar la calidad de vida del paciente, o bien maximizar el bienestar social. En el primer caso, la evidencia científica tendrá un peso mayoritario en la decisión clínica.  En el segundo y tercer caso, la decisión ha de incorporar factores adicionales, como la medida operativa de la calidad de vida e información sobre los AVAC.

El principio “primum non nocere” y la relación riesgo-beneficio conlleva múltiples interpretaciones posibles. Por ejemplo, el peso relativo que se otorgue a la efectividad, el riesgo de efectos adversos, la incertidumbre, el dolor o la inconveniencia del tratamiento, sus implicaciones morales o éticas, las implicaciones económicas y de bienestar para el paciente y su familia, el impacto sobre los recursos del sistema de salud, etcétera. ¿Debe el médico actuar como agente perfecto del paciente o tomar sus propias decisiones en nombre del segundo? ¿Y si el paciente no quiere reconocer su estado o se niega a  seguir los consejos?  Para actuar como un agente perfecto el médico debería, en primer lugar, tener toda la información (científica) relevante disponible, sin sesgos preferiblemente; conocer los valores y las prioridades de la función de utilidad del paciente; ignorar su propia función de utilidad y la influencia de las consecuencias de sus decisiones sobre sus recursos (tiempo e ingresos) y; por último, en un sistema de salud público debería tener en cuenta los efectos de sus decisiones sobre el acceso a la salud de otros pacientes que compiten por los recursos limitados del sistema, intentando obrar de acuerdo a la equidad horizontal propugnada en nuestra Ley General de Sanidad, a igual necesidad igual acceso.

Algunas decisiones deberían tomarse posiblemente en otros niveles más macro del sistema de salud.  Por ejemplo, ¿tiene sentido que se incorpore un nuevo medicamento a la cartera básica y luego no se aporte al hospital los recursos necesarios para financiarlo? ¿O se diga al médico, informalmente, que no utilice excesivamente estos tratamientos o se le someta a incentivos económicos o de otro tipo para que no lo haga? ¿Es ético que el médico acepte restricciones a la prescripción por razones económicas, de limitación de recursos? ¿Es coherente que el médico rechace restricciones a la libertad clínica por parte de organismos jerárquicamente superiores y que, al mismo tiempo, se niegue a aplicar criterios económicos, por ejemplo de coste efectividad, en sus decisiones clínicas.

Además de los condicionantes derivados de actuar en el ámbito de un sistema de salud público, las decisiones del clínico pueden estar influidas por otros factores, especialmente por la manera de acceder al conocimiento y por incentivos económicos o de prestigio. Como resultado de la relación con las compañías biomédicas el clínico puede tener un acceso sesgado al conocimiento y verse sometido a conflictos de interés que pueden desviar sus decisiones de las más adecuadas para el paciente o para la sociedad. La mejor forma de minimizar los conflictos de interés es evitar la dependencia económica entre clínicos e industria y que las relaciones entre ambos estén sujetas a una total transparencia.

Las decisiones clínicas están condicionadas por el conocimiento médico. Este conocimiento no es algo dado, estático, sino que se va ampliando y modificando en función de la investigación biomédica. ¿Quién define y prioriza dichas necesidades? ¿Quién las debería definir, llevar a cabo y evaluar? ¿Cómo se decide que se investiga y con qué metodología? Una parte mayoritaria de la investigación biomédica – la realizada por las compañías – responde a las estimaciones  de existencia de demanda solvente para atacar a un problema de salud. Es dudoso que las prioridades que establece el mecanismo de derechos de propiedad y el mercado coincidan con las prioridades sociales establecidas mediante otros mecanismos. Por ejemplo, el sistema actual incentiva solo el conocimiento que puede dar lugar a un bien comercializable en exclusividad y con una gran demanda solvente, independientemente de su necesidad social.  Habría que considerar y empezar a experimentar nuevas formas de financiar la investigación, por ejemplo, mediante fondos de innovación que retribuyesen adecuadamente la innovación socialmente necesaria, sin otorgar derechos de propiedad exclusivos.

La opinión pública precisa información sobre qué se está investigando y por quién; sobre los resultados de la investigación realizada (registros oficiales de ECC), acceso a toda la información y resultados de todos los ECC realizados, estandarización de la recogida de datos para posibilitar replicación y reelaboración posterior.

Lógicamente, la misma vara de medida es deseable para los estudios de evaluación económica. Su validez depende en gran medida de los estudios clínicos en que se fundamentan. Los de tipo experimental (ensayos farmacoeconómicos) presentan una problemática análoga a los ECC. Se exacerba el dilema validez interna versus externa, por la incorporación del uso de recursos y los valores monetarios de los mismos. Debería exigirse el registro público. En el caso de EE basadas en modelización, la única opción para asegurar su validez es la transparencia, que permita juzgar cada dato o elemento de información incorporado al algoritmo de cálculo y reproducir los resultados por parte de otros analistas. Parece pues que esto de las decisiones clínicas no es un asunto fácil y que hace falta mucho esfuerzo de mejora por parte de todos y cada uno de los agentes que intervienen: médicos, pacientes, evaluadores, administración e industria.

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