Comencemos con definiciones que siempre son precisas para clarificar los conceptos y situar bien el contexto, máxime en un asunto enjundioso y nuevo. La inteligencia artificial (IA) es la inteligencia llevada a cabo por máquinas. En ciencias de la computación, una máquina «inteligente» ideal es un agente flexible que percibe su entorno y lleva a cabo acciones que maximicen sus posibilidades de éxito en algún objetivo o tarea. Coloquialmente, el término inteligencia artificial se aplica cuando una máquina imita las funciones «cognitivas» que los humanos asocian con otras mentes humanas, como por ejemplo: «percibir», «razonar», «aprender» y «resolver problemas». Estos algoritmos son ya una rutina en campos como la economía, la medicina y la ingeniería. Por ello, no conviene ignorar su implicación cada vez mayor en otros campos y particularmente en el ámbito sanitario.
Se apoya sobre los macrodatos, también llamados datos masivos, inteligencia de datos, datos a gran escala o Big Data. Hace referencia a conjuntos de datos tan grandes y complejos que demandan aplicaciones informáticas no tradicionales, tipo machine learning, de procesamiento muy rápido y masivo de datos. Permite analizar el comportamiento del usuario, extrayendo valor de los datos almacenados y formulando predicciones a través de los patrones observados. La disciplina dedicada a los macrodatos se enmarca en las tecnologías de la información y la comunicación. Se centra en la recogida, el almacenamiento, la búsqueda, la compartición, el análisis y la visualización/representación, que nos lleva a poder elaborar modelos predictivos sobre enfermedades, como en el caso que nos ocupa. Hasta aquí la teoría.
La IA brinda ayuda a la toma de decisiones clínicas, ofrece una perspectiva de crecimiento extraordinaria para muchas especialidades como son el diagnóstico por la imagen, el laboratorio, la dermatología, la oftalmología, la oncología… Su gran valor radica en que acabará con todas las actividades rutinarias, ayudando al profesional sanitario a rebajar la incertidumbre de todo el proceso de decisión diagnóstica y terapéutica. Es aliado, nunca enemigo, por lo que supone un desafío intelectualmente atractivo.
Con seguridad, en un sector tan sensible a la par que protegido como el sanitario, preocupa -y mucho- la privacidad. La gratuidad de Internet sabemos que tiene un alto coste e innumerables riesgos de uso inapropiado de información. El escándalo de Cambridge Analytica puso de relieve las sofisticadas formas en las que las redes sociales pueden permitir a las empresas inferir información sobre los usuarios y los que no son usuarios. Lo hace a partir de la información que se comparte en éstas. Conlleva ineficiencias en el bienestar de los individuos. Por tanto, hay que prestar atención a un creciente negocio que procede del mercadeo de los datos y de la economía de la privacidad (1). Las grandes plataformas de datos (que ya invierten en salud más que las empresas de la biofarmacia) precisan de mejor regulación, más competencia y menos oligopolio, pues actualmente las cuatro grandes limitan la competencia y/o exacerban las externalidades de los datos.
También hay que poner el foco en el empleo de los datos personales -supuestamente muy protegidos- para el diseño de servicios personalizados que lleva a la comercialización intrusiva, a la discriminación de precios o a la publicidad engañosa.
Una cuestión conexa es cómo garantizar la fiabilidad de los intermediarios de datos. Los precios de mercado y las acciones que los usuarios realizan para proteger la privacidad no revelan el valor que los usuarios dan a la misma. Es preciso estimar el valor de los datos para estas plataformas y el valor de la privacidad para los usuarios en presencia de externalidades de los datos. En definitiva, avanzar en la armonía del binomio regulación/innovación que no impida el desarrollo, pero que garantice la privacidad. Tarea retadora e ineludiblemente necesaria.
Por último, señalar que en la Unión Europea la inversión pública y privada en políticas de crecimiento es menor que antes de la crisis financiera a pesar de los desafíos en los que estamos inmersos: revolución digital, cambio climático, envejecimiento y migración. Se espera que Europa crezca sosteniblemente y una de sus palancas puede ser la mejora en sus capacidades digitales.
Aquí señalamos cinco: supercomputación, inteligencia artificial, ciberseguridad y defensa cibernética, habilidades digitales para pequeñas y medianas empresas (SME) y administraciones públicas (PA), así como expandir el uso de tecnologías digitales en SME y PA (2).