Alrededor de 300 millones de personas en el mundo sufren depresión (1). Causa a los afligidos un gran sufrimiento así como pérdida de funcionalidad en el trabajo, en el colegio y en la familia, pudiendo llevar al suicidio. De hecho, cerca de 800.000 personas se suicidan al año: es la segunda causa de muerte entre los 15 y los 29 años. Aunque hay tratamientos efectivos, entre un 76% y un 85% de personas de países de baja o medio nivel de renta no los reciben (2).

En España hay más de dos millones de personas con depresión. Afecta más del doble a las mujeres (9,2%) que a los hombres (4%) según los datos de la Encuesta Nacional de Salud de 2017. Además, se da el doble de casos entre quienes se encuentran en situación de desempleo (7,9%) frente a los que están trabajando (3,1%). La depresión en España es un importante problema de salud pública que supone al Estado una alta inversión para manejarlo, pero poco sabemos de los outcomes y del retorno de esta inversión. Los distintos trastornos depresivos han sido comúnmente asociados con otros trastornos psicopatológicos, en especial con la ansiedad y con enfermedades físicas. Su prevalencia varía en función de las investigaciones consultadas debido a las características de las muestras, los instrumentos utilizados o el tipo de trastorno estudiado. También hay bastante diagnóstico incorrecto y otros que, sin tener el desorden, están mal diagnosticados y se les prescribe antidepresivos. Los episodios severos de depresión hacen que el que la sufra (más entre jóvenes y mujeres) no puedan continuar con actividades domésticas, laborales o sociales.

La depresión aumenta durante los periodos de crisis económica, la incertidumbre en el futuro la agrava, y es precisamente cuando los gobiernos se ven obligados a reducir el gasto público en lugar de aumentarlo. Además, opera el gradiente de desigualdad: personas y comunidades desfavorecidas están en mayor riesgo. El factor estigma y la discriminación asociada también empeoran durante las recesiones. Tiene una complicación añadida: las consecuencias pueden propagarse ampliamente entre las familias y las comunidades, sus costes de afrontamiento traspasan a muchos presupuestos más allá del sanitario, y los efectos pueden perdurar todo el ciclo de vida. Además, existe la pequeña minoría de personas cuyas necesidades son tan complejas que deben ser internados, entre otras razones, por el riesgo de suicidio.

En España, la evolución de la política de salud mental llevó, especialmente las últimas décadas del milenio pasado, al cierre de muchos establecimientos monográficos (manicomios). Haría falta un análisis ad hoc que permitiera la descripción de las características de la depresión, sus efectos sobre las personas afectadas y las características y funcionamiento de los servicios de salud mental financiados con fondos públicos para afrontarlo correctamente.

La política de salud mental, debería escalar entre las prioridades de las Consejerías de Salud. Es algo especialmente interesante, desafiante e importante. La heterogeneidad de las necesidades está en función de la severidad del trastorno y de las características de las personas que lo tienen, con sus consecuencias. Generalmente, se extienden más allá de la del individuo afectado y precisan de la participación de insumos adicionales a la atención de la salud: vivienda, empleo, y recursos de los propios familiares y cuidadores.

También hay que innovar en la financiación pública de las estructuras de atención de salud mental contribuyendo a una menor dependencia de las instituciones psiquiátricas cerradas, optando por una vía que nos lleve hacia las comunitarias. Además, conviene avanzar en el “pago por desempeño” (pay for performance) junto a los “grupos relacionados con el diagnóstico” (GRD), que permitirá asignar los recursos de manera más eficiente ya que el sistema de pago único es insuficiente. La prospectiva aquí es importante, la atención hospitalaria psiquiátrica en hospitales generales necesita más envergadura en muchas zonas de España y ha de ser mejor entendida. La especialidad de psiquiatría tiene que cubrir las necesidades de atención de los adolescentes, para lo que se precisa formación en ello.

La evaluación económica puede ayudar a dimensionar el problema de salud pública que supone la depresión. Hay una necesidad de reconocer algunas de las complicaciones a las que se enfrentan los evaluadores en esta área, incluyendo la causalidad de doble vía que discurre entre enfermedades y algunos factores de riesgo, los retos perennes del juicio clínico, la amplitud y la duración de los tratamientos y sus costes asociados, la naturaleza controvertida de algunos resultados del tratamiento y, sin duda, las dificultades de medición. El control del riesgo moral y el gasto están estrechamente vinculados a la reducción de la dependencia de la asistencia institucional. Se puede avanzar en el uso de contratos de riesgo compartido en la atención a la salud mental que está impulsando una nueva ronda de innovación e investigación de servicios sanitarios no institucionales, más comunitarios.

Además hay que considerar algunas de las causas fundamentales de la depresión durante la recesión económica (por ejemplo, el paro de larga duración) para poder presentar una justificación económica que inicie una intervención temprana para poder reducir los síntomas y promover el bienestar.

Por último, el tema emergente es la dirección que tomarán los usuarios y los presupuestos individuales. Para cada opción hay que calibrar bien cómo el análisis económico y la política se aplicarán, es decir, los principios económicos de la economía pública, de la economía organizativa y de la relación agente-principal como posibles modelos que nos permitan avanzar a través de lecciones aprendidas.

  1. Global, regional, and national incidence, prevalence, and years lived with disability for 354 diseases and injuries for 195 countries and territories, 1990–2017: a systematic analysis for the Global Burden of Disease Study
  2. Wang et al. Use of mental health services for anxiety, mood, and substance disorders in 17 countries in the WHO world mental health surveys. The Lancet. 2007; 370(9590):841-50

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