Se puede afirmar que cuando se aprobaron las medidas drásticas de restricción de movimientos ya íbamos 11 días tarde respecto al momento que reaccionaron con el mismo número de contagiados China o Corea del Sur
Ni complacencia ni crítica a toro pasado. No valen lamentos en esta situación. Pero no nos podemos permitir improvisaciones, a pesar de que todo baila mucho de un día para otro. Hay que pensar en positivo, en el mañana, hay que copiar, ante tanta incertidumbre, lo que ha funcionado en otros países. Y animarnos, remitirá después de unas semanas extremadamente duras, especialmente para los profesionales sanitarios, a los que, a partir de ahora, esperemos se les dé más importancia que a los futbolistas, por ejemplo.
John P.A. Ioannidis ha escrito que nos faltan datos fiables y que muchas cosas se están haciendo a ciegas. También, como le dice Salvador Peiró en un comentario, que precisamos más información para no hacer determinadas cosas que, tras estudio con esos datos que todavía no tenemos, pueden provocar más daño que beneficio. Recuerdo a John venir a Salamanca a nuestra XIII Reunión Científica de la Asociación Española de Evaluación de Tecnologías Sanitarias en noviembre de 2018, con una gran gripe. A pesar de su timidez y de la mía, y de que me dijera que las curaba con su sistema inmunitario, me acerqué a una farmacia a comprarle medicación para los síntomas. Reconozco que me preocupaba que se quedara sin voz el día siguiente que daba su conferencia sobre la Medicina basada en la evidencia secuestrada (se puede acceder a su presentación bajo petición a este correo: juan.delllano@fgcasal.org). El día que marchó me devolvió los medicamentos sin tocar, que dejé en el hostal de la Universidad donde nos alojamos para que los consumieran otros clientes más creyentes en sus efectos paliativos. Al terminar el primer día de reunión, Angelita Calvo, presidenta de honor de Alumni USAL que nos ayudó extraordinariamente en toda la logística, nos consiguió una visita a la biblioteca de la Universidad que estaba cumpliendo 800 años. Fue el que más preguntó, mostró una curiosidad infinita, ¡entrañable persona!
Agradece uno la sinceridad de Santiago Moreno, gran profesional y mejor persona, en una reciente entrevista el pasado 14 de marzo en El País: “Hemos pecado de exceso de confianza. Nadie pensaba en esto”. Necesitamos mucha más información fiable para acertar en las acciones. Pero no se ha tenido y todavía no se tiene. Aunque no nos podíamos quedar parados, hay que mirar lo que se hace otros sitios, y razonablemente, va funcionando. Con los iniciales problemas de Italia, por ejemplo, ir haciendo acopio de material de protección para los sanitarios.
Analicemos Corea, sin ser coreanos, importante variable independiente en el modelo a considerar. Primero, la reacción de Corea fue mucho más rápida y decidida. Cuando sumaba medio centenar de casos, el alcalde de Daegu, la ciudad del primer foco, habló de una “crisis sin precedentes” y pidió a todos los ciudadanos que se quedasen en sus viviendas. Ese aviso del alcalde coreano llegó el 20 de febrero. Al día siguiente (el 21 de febrero) con un centenar de positivos, el primer ministro coreano calificó la situación de “urgente”, y dos días después de “la más alta alarma”. Y esto se tradujo en acciones. Desde el primer momento, Corea puso en marcha un agresivo plan para hacer pruebas que identificaran el SARS-CoV-2. A diferencia de otros países, donde sólo se hacen test a quienes tienen síntomas, decidieron realizarlos a todo el que haya estado en contacto directo con casos confirmados. En lugar de esperar que los pacientes vinieran, fueron a por ellos y buscando posibles infectados para evitar que contagiaran a la comunidad.
Miguel A. Hernán, catedrático de Epidemiología de la Universidad de Harvard, tiene razón cuando afirma que debería haberse hecho algo más parecido a Corea: “Todos los países europeos se han quedado cortos”. En Wuhan llegaron tarde y luego consiguieron reducir la epidemia con medidas bestiales, casi crueles. Pero todas las otras ciudades chinas actuaron antes y fueron capaces de evitar brotes con el cierre de escuelas y medidas similares muchísimo antes del momento de epidemia que está ahora Europa. Los límites al contacto social han llegado tarde, aunque “Estados Unidos lo ha hecho todavía peor».
Sin duda, la ciencia está desempeñado un papel decisivo. Pero, en lugar de tener un consenso global –imposible muy probablemente– sobre cómo actuar, pocas veces hemos visto respuestas nacionales tan diversas. En un extremo, China, encarnación del intervencionismo estatal más tradicional con la tecnología más moderna. En el otro, la confianza del Reino Unido en la “inmunidad colectiva”, paradigma del liberalismo: el Estado no puede garantizar la contención de la epidemia. Hay que confiar en el individuo a través de un contagio limitado de la población, asumiendo los riesgos que puede comportar. Y entre estos dos polos nos situamos los demás, en un abanico de opciones que incluyen el drástico confinamiento italiano o español y la laxa contemporización de los países nórdicos, con menos extensión de la epidemia.
Todas estas fórmulas contra el coronavirus tienen base científica. Es curioso ver cómo los epidemiólogos responsables en cada país recurren al mismo gráfico, y a la misma idea de que el objetivo es aplanar la curva y evitar el colapso de los servicios sanitarios, para justificar medidas opuestas. La ciencia no puede ofrecernos certidumbres en escenarios con tantos factores desconocidos que interactúan a la vez.
Los recursos sanitarios, del personal que puede trabajar en cada momento a la disponibilidad de camas de UCI y respiradores, el comportamiento de la población, alternando gestos altruistas y actitudes egoístas, la evolución siempre misteriosa de un virus nuevo… todas estas variables bailan sin cesar. Dar con la tecla adecuada en cada instante es complicadísimo. Hay que hacer llegar las buenas ideas a los decisores y cooperar en red como ya se hace, faltan canales más formales, no sólo redes sociales.
Lo normal es errar. Los ciudadanos debemos interiorizar que nuestras autoridades, guiadas por la mejor de las intenciones y con los mejores datos científicos a su alcance, se han equivocado y se equivocarán. Así avanza el conocimiento científico, con ensayo y error. Pero hay luz al final del túnel: gracias a las prácticas nacionales tan dispares, podremos ver, en un plazo de tiempo relativamente corto, qué medidas funcionan mejor. Los errores nos llevarán al acierto antes de que nos hagamos con el control de la pandemia. Parece que el aislamiento general funciona. China lo ha demostrado. Son las personas con síntomas leves o inexistentes las que propagan este coronavirus en mayor medida. Los casos no detectados, que son los más triviales desde el punto de vista clínico, exponen al contagio a una fracción de la población demasiado grande, y muy especialmente a los sanitario. Los datos de China demuestran más allá de toda duda razonable que el confinamiento de la población es necesario, por muy saludables que se encuentren las personas.
Mascarillas, guantes de goma, gafas de plástico fue lo primero que Italia le pidió a Europa: invocó ayuda para levantar la más sencilla de las barreras contra el coronavirus. Sin obtener respuesta, Francia y Alemania cerraron las fronteras a estos productos, prohibiendo su exportación, y enviaron una siniestra señal: desde Bruselas no llegaría ningún apoyo concreto, ni siquiera las cosas más pequeñas.
Tal vez algunos sigan sin ser todavía conscientes, tal vez haya alguien que aún esté pensando que la Covid-19 es “un poco más grave que una gripe corriente”. No, es un asesino mortífero. Se propaga a una velocidad impresionante, destruye los pulmones de las personas: primero entre los ancianos, luego también en los adultos e incluso entre los jóvenes. En menos de dos semanas se han registrado más de 550 muertos y casi 14.000 casos confirmados en España, cifras que crecen sin tregua. Solo se podrá resistir construyendo nuevas instalaciones para los infectados, enrolando más personal médico y poniendo en funcionamiento más respiradores. Es una lucha contra el tiempo. Resulta triste que Europa, con su colosal aparato administrativo y técnico, no haya hecho más para prevenir la epidemia y coordinar su contención, desde el minuto uno, y que no haya propiciado una cooperación mucho más activa entre los 27. Como consecuencia, cada país se ha movido por su cuenta, sin decisiones comunes. Desazona que la UE y el BCE no sean más proactivos. Si no mutualizamos “coronabonos”, la UE está en fase terminal, aun siendo el proyecto de cooperación más extraordinario del s. XX que le ha dado 1% de PIB anual a España desde su incorporación. Incluso en esta situación, la más dramática desde el nacimiento de la Unión Europa, se ha mostrado distante de los problemas de los ciudadanos: una entidad burocrática incapaz de intervenciones concretas. Una lección negativa que no se olvidará fácilmente: cuando termine la epidemia, nada será como antes.