Sirvan los siguientes párrafos para recordar el discurso del Prof. Albarracín sobre la figura de Gaspar Casal, primer epidemiólogo español y descubridor de la pelagra, en el Ateneo de Madrid, en noviembre de 1996 cuando se presentó la Fundación Gaspar Casal.
En Oviedo el médico Gaspar Casal lee a Sydenham, a Ettmüller, a Boerhaave. Fiel a ellos, se dedica durante los años 1719 a 1750 a observar el medio ambiente, a estudiar el cuadro que presentan las enfermedades, a meditar y, por fin, a escribir pacientemente su Historia natural y médica del Principado de Asturias. Está cansado de hipótesis vanas, de farragosas explicaciones iatroquímicas e iatromecánicas y decide, por tanto, que «escribiré las cosas que tengo vistas y averiguadas de mis propias experiencias, sin que me detenga lo mucho y bueno que los antiguos y modernos nos han dejado escrito en sus apreciables obras».
Es posible ejemplificar con sus textos el significado de esta aseveración. En octubre de 1733 escribe desde Oviedo «a los sapientísimos doctores en Medicina de la ciudad de París» en consulta acerca del tratamiento de un enfermo. El médico español piensa que el proceso morboso en cuestión ha sido producido por la idiosincrasia del paciente, por «la insalubre constitución de este país, donde habitó por espacio de muchos años». La respuesta de la medicina oficial a esta clara idea de progenie hipocrática es reveladora. La firman médicos de la talla de Jean Louis Petit, Jean Astruc, Guerin y De Pramond, y en ella exponen que «Todos estos síntomas indican… sumo espesor de la linfa y de la sangre, que se estanca en los vasos y en los receptáculos… de ahí la suma acrimonia de estos humores… Esto parece que indica la existencia de cierto virus virulento… que espesa viscosamente a la sangre, a la linfa, contaminándolas con tal acrimonia…». Fíjense que, frente a su sencillez de la constitución ambiental como afirmación hipocrática, los franceses apelan imaginativamente al espesor de la sangre y de la linfa, al estancamiento en los vasos, a acrimonia: viejos conceptos, puramente especulativos, de la iatromecánica y de la iatroquímica que todavía rige la medicina francesa. Por eso afirma Casal que en lo sucesivo se apartará de la docta opinión de los sabios para exponer su propia experiencia visual. Y de ahí la presencia en su libro de descripciones magistrales como la que reproduzco:
«Era el color de la cara amarillo fresco: estaban entumecidos los ojos, tristes y turbado lo blanco de ellos; la nariz angosta o afilada y por bajo blanquecina-pálida; los labios descoloridos; la lengua muy sucia y reseca; las manos y pies áridos, consumidos y con escasísimo color, aun cuando las ascensiones mayores se hallaban en el aumento y estado…; la modorra de casta de letargo, permanecía hasta la declinación ultima de las ascensiones; la postración era tan grande que parecía cuerpo inanimado…”
¿Qué objeto tiene tan cuidadosa descripción? Lo repetiré: llegar a un nuevo concepto de especie morbosa, entendida como tipo procesal o evolutivo del enfermar humano, que se repite unívocamente en un gran número de enfermos. La descripción idónea de una especie morbosa, al modo de Sydenham, requerirá que Casal, después de haber observado tan minuciosa y detenidamente como en el párrafo anterior se expresa, muchos casos individuales parecidos, pueda discernir aquellos síntomas que regular y ordenadamente se presentan siempre en todos ellos, diferenciándolos de los que varían con la edad, sexo, temperamento o medicación. De este modo, imitando al pintor «que reproduce en la imagen hasta los lunares y las manchas más tenues» como había escrito Sydenham, el médico Casal podrá agrupar Ias enfermedades a especies ciertas y determinadas.
Rechazo de hipótesis incomprobables; mantenimiento alerta de los sentidos, de modo que permitan captar la realidad externa de los procesos. Así va a proceder Casal y ello le permitirá que, en su escrito Historia de algunas afecciones endémicas en esta región, fechado en latín en 1740, pueda llegar a la descripción de una nueva especie morbosa; el mal de la rosa, la actual pelagra, que diferencia de la sarna y de la lepra.
Y muy lúcidamente lo confirma con sus propias palabras: “En los veinte años de constante práctica que llevo en el país, he observado con especial atención las propiedades sensibles y los síntomas de estas numerosas afecciones; de modo que, bastante versado en su conocimiento, podré escribir algo de ellas con exactitud” ¿Acudirá a los textos clásicos? En un alarde de erudición, ¿intentará adornar su discurso con teorías comunes? Ya sabemos que no será así… como para dar una relación más verosímil y clara de estas enfermedades “no creo procedente acudir al auxilio de raciocinios deducidos de otras especies ya existentes, ni de ideas fundadas en hipótesis de los autores, sino más bien a los fenómenos sensoriales y que se manifiestan extrínsecamente, procuraré sólo describir aquello que he visto y aprendido de los mismos enfermos que consultaban conmigo sus padecimientos”
Así, desterrando lo que hipotética e imaginativamente es la nueva enfermedad en su esencia, se limita Casal a anotar “los fenómenos propios y exclusivos” de ella: vacilación de la cabeza, doloroso ardor de la boca, vejiguillas en los labios, inmundicia en la lengua, molesta debilidad de estómago y decaimiento de todo el cuerpo, costras en los metacarpos y metatarsos, calor abrasador, delicada finura de la piel, pesadumbre y, muy en primer término, su famosa descripción princeps:
“Aspereza costrosa de color ceniciento oscuro de la parte anterior e inferior del cuello que, a manera de collar, se extiende desde un lado a otro de la cerviz sobre las clavículas del pecho y el manubrio del hueso esternón, a la extremidad superior, de unos dos dedos de ancha, como una estrecha faja, Y dejando casi siempre intacta la parte posterior de la cerviz, tocan sólo su extremo los dos lados del músculo trapecio, sin que se extienda más allá. Desde el medio baja cierto apéndice, igual en anchura, sobre el hueso esternón hasta la mitad del pecho”