El federalismo sanitario se apoya en una idea sencilla: acercar la toma de decisiones a las personas y a los territorios donde los problemas de salud se manifiestan de forma concreta. En contextos descentralizados, las autoridades subnacionales pueden responder con mayor rapidez y sensibilidad a las necesidades locales, ajustar las intervenciones a realidades epidemiológicas distintas y generar mayor confianza social. Sin embargo, cuando los riesgos sanitarios trascienden fronteras internas —como ocurre con las enfermedades infecciosas— el federalismo muestra tensiones estructurales que exigen coordinación, liderazgo y estándares comunes.

Las limitaciones del federalismo se hacen evidentes en la respuesta a epizootias y zoonosis con alto potencial de propagación como la peste porcina africana que es una enfermedad vírica altamente contagiosa que afecta al ganado porcino y a los jabalíes, con impactos económicos severos. No tiene vacuna eficaz y su control descansa en la bioseguridad, la vigilancia epidemiológica, el control de movimientos y, en casos extremos, el sacrificio sanitario. En sistemas federales o muy descentralizados, una gestión desigual de las medidas —controles en explotaciones, caza y transporte, compensaciones económicas— puede comprometer la eficacia del conjunto. La experiencia comparada muestra que la ausencia de una autoridad coordinadora con capacidad para imponer estándares mínimos y movilizar recursos nacionales retrasa la contención y eleva los costes; o la gripe aviar que plantea retos similares, con el añadido del riesgo de salto a humanos. La vigilancia en explotaciones, los programas de muestreo, la protección de trabajadores y la comunicación de riesgos requieren coherencia y rapidez. Si cada territorio define umbrales y obligaciones distintas (por ejemplo, pruebas diagnósticas, confinamiento de aves o indemnizaciones), se generan incentivos al incumplimiento y zonas grises que facilitan la expansión del brote. Aquí, la coordinación central y los protocolos homogéneos son determinantes para una respuesta temprana. En ambos casos, el federalismo puede aportar conocimiento local y capacidad operativa, pero necesita un marco nacional fuerte que garantice vigilancia, datos comparables, financiación suficiente y capacidad de decisión en situaciones de emergencia.

Uno de los principales argumentos a favor del federalismo es la experimentación. Los territorios pueden ensayar políticas, aprender de los errores y difundir buenas prácticas. En salud pública, esta lógica puede impulsar innovaciones organizativas, modelos de atención comunitaria o estrategias de prevención adaptadas. Sin embargo, la experimentación tiene límites claros cuando están en juego bienes públicos nacionales tales como los sistemas de información, medicamentos, productos sanitarios, protección de datos o cadenas de suministro críticas. La fragmentación regulatoria en estos ámbitos puede generar confusión, ineficiencias y riesgos para la equidad.

Así, en un contexto de riesgos globales, injusticias persistentes y creciente polarización, el debate no es federalismo sí o no, sino qué tipo de federalismo. Un federalismo sanitario cooperativo combina: competencias claras, liderazgo nacional en vigilancia y emergencias, financiación solidaria, y margen territorial para la implementación y la innovación. Este equilibrio permite aprovechar las virtudes de la descentralización sin sacrificar la protección efectiva de la salud pública cuando los riesgos superan las fronteras internas.

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