Se podría decir que el papel del Estado ha ido evolucionando a medida que lo han hecho las demandas de la sociedad a la que protege. Estado de Derecho, Estado Democrático y Estado Social. O, siguiendo el tenor literal de la Constitución, España se autoproclama como un Estado Social y Democrático de Derecho. Cada una de estas palabras, supone una conquista social que todos los ciudadanos deberíamos querer entender para así poder salvaguardarla.

El Estado quizás sea uno de los conceptos más difíciles de entender. Sea como fuere, debemos saber que el Estado nace con la vocación de garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos y de protegernos de lo que era (es) el Leviatán (según Hobbes) a través de un contrato social (hoy, diríamos Constitución).

Desde finales del pasado siglo, el Estado ha evolucionado a lo que se denomina como Estado Regulador. Es decir, el nivel de complejidad, especificidad y el papel del sector privado como prestador de servicios hace que el Estado quede relegado a un poder regulador y de control.

Podría decirse que el Estado queda reducido al papel de garante del interés general. Así, intervendrá cuando toque a modo de regulaciones, controles, seguimientos para velar que, en última instancia, sus ciudadanos gozan de la estabilidad propia de un Estado del Bienestar.

Aunque no sea objeto de esta entrada, hay quien cuestiona hasta el papel del Estado como regulador y aboga por una mayor flexibilidad a través del impulso de “start up nations”.

Es curioso, pero la relación del Estado y su “papel” (sus límites, funciones y responsabilidades), se asemeja cada día más a una especie de perro del hortelano que ni come ni deja comer o sigue aquello de “ni contigo ni sin ti…”.

Lo que sin duda es cierto (por muy obviedad que suene y a pesar de que la crítica siempre sea constructiva), es que el Estado cumple una importante función social porque la colectividad demanda una protección del interés general de todos. Aunque cueste creerlo, porque cada día somos más escépticos y primarios, el bien común sí que existe y es necesario que un ente como el Estado vele por él.

Bien, centrándose, en lo que nos interesa. La función principal de este Estado garante es su papel como regulador. Este Estado Regulador (con su Derecho regulatorio) viene a corroborar una dinámica nueva entre sector público y privado y entre Estado y sociedad.

La pandemia de la Covid-19 (y las que estén por venir), y en general, el poder afrontar riesgos globales va a ser la asignatura pendiente de este siglo. Riesgos que, además, son complejos, volátiles e inciertos. De ahí, que surja la necesidad de reflexionar sobre la capacidad del estado para la regulación de los riesgos. Riesgos que se interrelacionan pues, al final, está el riesgo de la pandemia, pero también, está el riesgo que genera una deficiente utilización de la tecnología para hacer frente a la pandemia. O, dicho de otra manera, es como la pescadilla que se muerde la cola. El riesgo llama a más riesgo.

Se aprecia como el Estado ha pasado de titular a regulador respecto a muchos servicios que se han ido liberalizando y lo mismo ha sucedido respecto de la regulación de riesgos. Desde finales del s.XX, el imparable avance de la investigación científica y el desarrollo tecnológico que ha traído consigo, ha desplazado al sector público, pasando su dominio a estar en manos del sector privado, dejando así, al poder público, la función de regulador de los riesgos que provienen de las nuevas tecnologías.

El problema es que parece que este Estado regulador tampoco está siendo capaz de acompañar el desarrollo de la innovación tecnológica. ¿Ha regulado el estado el uso de inteligencia artificial en salud pública? ¿La gestión de la pandemia ha sabido servirse de la tecnología de forma reglada? La epidemiología de 2022 es sinónimo de innovación tecnológica a modo de análisis avanzado de datos. Está claro que hay riesgos en esto. No sólo por la esencial protección de datos sino por asegurar un uso adecuado, así como velar porque existen estándares que regulan la selección del dato a fin de que sea de calidad y fiable.

En un sector como el de la salud (aunque en realidad se aplica a todos), la regulación y la innovación deben ir de la mano.

La pena es que no suele ser el caso y hay muchos déficits de una mala regulación. Por ejemplo, en otros sectores regulados, se ha hablado del “riesgo regulatorio” (Dictamen del Consejo de Estado 1059/2011) que supone un cambio normativo sectorial que puede llegar a producir un desincentivo en la inversión. Piénsese en el sector energético, y en concreto, en la regulación de las energías renovables. Este riesgo regulatorio debe reducirse lo máximo posible ya que precisamente la finalidad de la ley es la de promover un marco regulador que propicie la estabilidad, el progreso y la seguridad (jurídica).

Como ciudadanos críticos está bien ser “duros” con “papá estado”, exigentes si se quiere. Pero, a la vez es importante, tener en mente que vivimos en un cambio de época. La ley sola no gobierna, se basa en un conocimiento. El problema es que el conocimiento evoluciona a una velocidad, en este siglo, que es difícil que la ley pueda seguirle el paso. Quizás, la reflexión final deba ser esa, vamos rápido sí, pero es necesario ir juntos. La regulación debe ser capaz de desarrollarse con la misma solvencia y celeridad con la que la ciencia ha hecho frente a la pandemia.

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