Entendemos por copago la participación económica del usuario en el servicio prestado. Pueden ser de dos tipos: recaudatorio, por ejemplo el euro por receta, que sirve para hacer caja, o moderador de la demanda, aplicados solo en servicios sobre los que se tiene evidencia de sobreutilización con la finalidad de atemperar su uso.

El copago sanitario es un debate tan antiguo como impreciso. La crisis económica y la amenaza omnipresente de la insostenibilidad del Sistema Sanitario han hecho que vuelva a estar de moda pero no se ha aportado elemento de discusión nuevo alguno. Hay, sin embargo, algunas características inherentes al copago de las que se habla poco y que son las grandes barreras ideológicas y políticas que dificultan su implantación.

Los precios de provisión de servicios son altos y el ritmo de la innovación es feroz. Ambos factores hacen crecer el peso del gasto sanitario en el PIB y encienden las alarmas de la sostenibilidad. Ante esto, la estrategia del copago, ya sea en su versión de ticket moderador y/o tasas para el control de la demanda, aparece como un freno al gasto público sanitario. La resultante persigue que el Estado gaste menos pero que los ciudadanos, y he ahí la primera de estas barreras, sí paguen más. Obviamente el gasto sanitario será, cuando menos, el mismo. La equidad y eficiencia de esta estrategia es un tema importante, probablemente sea mucho más efectivo vincular el ratio de gasto público/privado al uso de los servicios del Sistema Nacional de Salud, pero sin duda será muy poco equitativo por cuanto la necesidad del uso es, cuando no aleatoria, sí fuertemente correlacionada con factores socioeconómicos.

El crecimiento del peso relativo del gasto sanitario -que efectivamente crece a mayor ritmo que el PIB en casi todos los países desarrollados del mundo-, ha puesto sobre la mesa una pregunta necesaria: ¿quién dice que el peso del gasto sanitario deba estar acotado? Las sociedades son maduras para decidir el destino de sus impuestos y no parece ilógico que los ciudadanos otorguen cada vez más importancia a su propia atención sanitaria en detrimento de otros destinos de gasto (infraestructuras, subvención de la cultura, defensa,…). La idea es sencilla, no hay porqué alarmarse si el gasto sanitario crece, hay que preocuparse por la eficiencia del gasto y el uso racional de los recursos, nada más y nada menos, donde España  tiene un importante margen de mejora.

La introducción de sistemas de atenuación de la demanda en sentido amplio y control del problema de la gratuidad en el uso que lleva al abuso,  es necesaria y urgente, pero no en base a motivos de moderación del gasto público o para evitar riesgos de colapso del Sistema, sino como parte de un cambio de cultura como país. Aproximar al ciudadano a los servicios públicos, vincular y enlazar el ejercicio tributario con el servicio prestado o el bien consumido, incorporar elementos de eficiencia al Sistema, reforzar el papel del paciente/pagador  frente al Sistema Nacional de Salud, fomentar la competencia sana entre administraciones y centros de atención sanitaria son elementos más fuertes y razonables de justificación de estos sistemas.

Una fórmula es el pago por consulta, visita o exploración, que a todas luces se trata de una fórmula poco equitativa si se aborda en solitario y que tiene como principal contra-argumento el ya expuesto: pago dos veces por lo mismo. Sin embargo, si se plantea esta medida con políticas de ayudas a rentas o colectivos más desfavorecidos y grupos de riesgo podría corregirse esta distorsión.

Otra posible fórmula es la incorporación de tecnologías fijando su precio en base a valor que serán asumidas desde el sistema público pero no siempre financiadas por este. De esta manera los ciudadanos percibirían que con el ejercicio tributario, el Sistema Sanitario puede proveer unos servicios y que otros servicios requieren de un pago adicional. La propia sociedad irá decidiendo con el tiempo qué servicios desea financiar y cómo afectará esta financiación a su ejercicio fiscal.  Esta medida reproduce la lógica económica de cualquier decisión de gasto. Además supondrá un incentivo al desarrollo de mejores mecanismos de gestión, control del gasto y facturación, una de las grandes asignaturas pendientes de nuestro Sistema y base para el abordaje eficiente de cualquier cambio de calado. Esta fórmula puede servir también para generar un mercado sanitario entre centros de atención sanitaria y sistemas autonómicos de salud, lo cual producirá, en el medio plazo, una mejora de los estándares de calidad del Sistema en su conjunto.

La moderación del gasto sanitario no es un fin en sí mismo, de ahí que no deba tomarse como un “objetivo de Estado”. Las preferencias de los ciudadanos que pagan sus impuestos son el límite más razonable a este gasto. Los sistemas de moderación de la demanda son muy discutibles siempre que supongan pagar más por el mismo servicio cuando este no es más caro, de ahí que el pago por consulta -como ejemplo más típico- sea una medida tan controvertida desde el punto de vista teórico. Por último, la eficiencia del sistema y el reparto del gasto entre el Estado y los ciudadanos podría ir de la mano de ofertar a precios de mercado prestaciones nuevas o tecnologías nuevas, de manera que se incentiva la competencia y la eficiencia clínica y en gestión.

El debate aunque viejo es todavía muy joven. Corre prisa decidirse por moderar oferta o demanda o las dos. Es momento de hacer reformas pero quizás sea mejor alcanzar un grado de concienciación social mayor y más discusión técnica sosegada.

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