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La prestación de servicios sanitarios financiados solidariamente a través de impuestos generales, genera riqueza, emplea a muchas personas y, sobre todo, pretende restaurar la salud perdida y aliviar el sufrimiento. La medicina moderna se caracteriza por su fuerte innovación tecnológica. Actualmente, se produce un masivo empleo de procedimientos nuevos que consumen un elevado volumen de recursos, no siendo siempre su uso ni racional ni supeditado a la demostración de efectividad. A menudo, existe una alta variabilidad geográfica y poblacional con tasas nada despreciables de utilización inapropiada.

En la práctica clínica, suele haber un conflicto entre las convicciones del clínico y las dudas de los «metodólogos» en la evaluación de procedimientos y prácticas médicas y quirúrgicas. Se necesita medir, monitorizar y valorar las tecnologías nuevas antes de que empiecen a usarse masivamente. La impaciencia y el deseo de abordar nuevas estrategias de diagnóstico y tratamiento por parte de muchos especialistas abocados a manejar situaciones urgentes y complicadas, choca con el necesario tiempo, sosiego y reflexión que exige toda evaluación sistemática dirigida a la búsqueda de «evidencias» relevantes y pertinentes.

En la atención sanitaria, surgen dilemas éticos procedentes tanto de la incertidumbre del propio “conocimiento médico” y del uso eficiente de los recursos disponibles que siempre serán escasos ante una demanda exigente e ilimitada. Además, hay que considerar de manera realista el hecho económico: la constatación de que los retornos no crecen (aumento de la esperanza de vida ajustada por calidad de vida o libre de incapacidad) al mismo ritmo que el incesante incremento de recursos asignados al sistema sanitario.

No cabe duda de que el esfuerzo presupuestario público destinado a la sanidad española genera externalidades positivas e inversiones que mejoran el desarrollo social y el bienestar de la población, si bien, persisten tensiones en el sector, como la atención de las necesidades de atención socio-sanitarias crecientes e insuficientemente cubiertas, las nuevas perspectivas de los pacientes, el manejo de la variabilidad de la práctica clínica y las lagunas existentes en el campo de la prevención de la enfermedad y la promoción de la salud.

La eficiencia social pasa por producir al menor coste social aquellos bienes y servicios que más valora la sociedad. La racionalización de servicios no debe quedar exclusivamente en el ámbito de decisión del médico. Es, sobre todo, una cuestión de ética, además de incluir la formalización de procesos que valoren los costes y el impacto en salud de las intervenciones preventivas, diagnósticas y terapéuticas. Por tanto, estamos ante la necesidad de establecer prioridades, lo que supone difíciles elecciones y dilemas sociales. Se necesita pensar en cómo, más que en qué, racionar de la mejor forma posible. En este debate deben participar médicos, pacientes, bioéticos, economistas, sociólogos, decisores… y existen argumentos éticos y experiencias que apuntan al rol apropiado del análisis coste-efectividad a la hora de arrojar luz a tan delicado tema. (1)

Nadie duda que priorizar y racionar serán tareas ineludibles en el futuro inmediato. Su negación, y el todo para todos y gratis en el momento de uso, ocasionará mermas en la calidad asistencial, por la masificación del proceso asistencial, e intolerables listas de espera que casi nunca son equitativas. Aproximaciones racionales que dirijan el debate y lo hagan informado y comprensible incluyen la realización de evaluaciones no sólo de la efectividad clínica, sino también de análisis de evaluación económica y, sobre todo, participación pública, mucha participación ordenada y sistematizada, evitando tentaciones demagógicas.

Por tanto, es importante empezar midiendo los progresos en los conocimientos de las «evidencias», conocer en qué se avanza (aquello que tenga impacto/beneficio probado sobre la salud), y poder desechar lo que no funciona, si no queremos seguir dando palos de ciego. Así, los abordajes basados en las «evidencias», además de moda, tienen calado, y pueden potenciar desarrollos prácticos como la «gobernabilidad clínica». Su formalización es la guía de buena práctica entendida como el conjunto de normas que modernizan la autorregulación profesional, extienden la formación continua, se aplican localmente, contribuyen a acercar los niveles asistenciales y mejoran la comunicación y el respeto entre gestores y clínicos.

Son un marco de trabajo dirigido a obtener un nivel óptimo de calidad asistencial y los mejores estándares en la prestación de los servicios, que recuperen la confianza del público hacia los profesionales y las instituciones sanitarias. Lo que guía la «gobernabilidad clínica» puede resumirse en cinco puntos:

1. Empuja la innovación e implantar una práctica clínica basada en la evidencia.
2. Genera responsabilidad, transferencia de riesgos y rendición de cuentas a través de los “outcomes” clínicos.
3. Coordina los esfuerzos en la consecución de mejoras en la calidad de los servicios sanitarios.
4. Pretende disminuir las actuaciones médicas erróneas y de baja calidad.
5. Adquiere relevancia el trabajo en equipo y la colaboración de distintos profesiones, de distintas especialidades, disciplinas y niveles asistenciales.

Para que florezca la «gobernabilidad clínica» se requiere tiempo, pues estamos ante un cambio cultural que sólo prenderá en organizaciones abiertas y participativas, donde la formación, la investigación y el compartir ideas sean metas irrenunciables. El equilibrio entre lo deseable y lo posible en la gestión clínica y sanitaria está en gastar bien, mejorando la productividad y la eficiencia (el trabajo bien hecho y en tiempo) y, por otro lado, dar una adecuada respuesta a imperativos morales tan arraigados en la población como la universalidad de la asistencia sanitaria y la equidad en el reparto de servicios entre las diferentes clases sociales.

(1) Ubel, P.A. Pricing life: Why it´s time for health care rationing. The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 2000.

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