Photographer: Geoff Charles

En principio, no debieran existir motivos para la inquietud, ya que encontramos poderosas y saludables razones para explicar dicho crecimiento: vivimos más, vive con nosotros más gente, disponemos de medicamentos y tecnologías cada vez más sofisticadas y que se emplean mucho, no tenemos resuelto el final de la vida… Pero también es posible responder afirmativamente si las causas del aumento del gasto obedecen a ineficiencias organizativas y de la práctica clínica, así como al empleo de recursos que no producen beneficio clínico alguno, ni generan valor económico ni retorno en términos de salud.

Si, además, nuestro sistema sanitario cuenta con muchos sistemas de información pero ninguno único, interconectado y que nos permita conocer el impacto de este tipo de variables, estamos, como ocurre, racionando a ciegas, dejando que los pacientes esperen y sufran colas interminables, además de caprichosas.

Hay tres actuaciones que pueden aliviar el presente estado de cosas. Primero, la mejora de la eficiencia del propio sistema sanitario. El actual es más acogedor y genera más bienestar a quienes lo prestan que a quienes lo reciben. ¡Rara situación en empresas de otros sectores! A nadie se le escapa que es razonable intervenir sobre el denominador (coste) y el numerador (efectividad) para mejorar nuestro cociente: la eficiencia. Últimamente las autoridades sanitarias sólo se han ocupado del denominador.

Sobre ambos, y sin ánimo peyorativo, actúa el médico: oferta y demanda pivotan sobre este mismo agente. Están disponibles numerosas herramientas útiles para configurar adecuadamente esta relación, si bien su uso está todavía poco extendido: guías amigables de práctica clínica, informes independientes de valoración de nuevas tecnologías, incentivos económicos que permitan interiorizar la importancia de la efectividad en la práctica clínica, así como abandonar aquellos comportamientos que conducen a la medicina defensiva, a partir de aliviaderos útiles que amortigüen el riesgo de litigios.

Segundo, también hay que incentivar al paciente a utilizar menos servicios. El fomento del autocuidado permite aliviar la carga soportada por el sistema público. Si además se establecieran trabas burocráticas (autorizaciones previas, visados, esquemas basados en el pago previo y el posterior reembolso), se conseguiría evitar buena parte del consumo inadecuado de recursos públicos asociado a la sobreutilización de los servicios sanitarios.

Es necesario propiciar comportamientos más eficientes por parte de los pacientes-ciudadanos, mediante la provisión de información y educación sanitarias de calidad, que enfaticen la responsabilidad individual sobre los estilos de vida saludables (fomento de la actividad física, consumo responsable de nutrientes en la cantidad y calidad apropiadas, libre abandono del consumo del tabaco, el alcohol y otras drogas, solidaridad, preocupación por el medio ambiente, búsqueda de la felicidad fuera del adocenamiento) en lugar de la confianza ciega en la capacidades ilimitadas de la medicina para reparar las consecuencias de los distintos excesos.

En tercer lugar, en sistemas como el nuestro con aseguramiento obligatorio y amplia cobertura, el tema clave no es quién va a pagar las facturas. Siempre y cuando la recaudación fiscal sea eficaz y reduzca el fraude a la mínima expresión, la mayoría de los ciudadanos estamos dispuestos a ser solidarios, si se nos garantiza que los distintos impuestos cubrirán las necesidades sociales más primarias, como la pérdida de la salud. El aspecto crucial es más bien si lo que se paga está en consonancia con lo que se obtiene. El sistema y sus principales agentes no pueden ser simples espectadores y desatender un sector que movió el último año en torno a los 70.000 millones de euros en España.

Tanto la burocracia con la defensa de su estatus, como los lobbies con sus intereses corporativos (perfectamente legítimos siempre que sus comportamientos sean transparentes), están aprovechando las características de este mercado imperfecto en detrimento del resto de los agentes. También resulta esencial evitar los comportamientos del pasado de “nuevos ricos” por parte de los gobiernos sanitarios de todos los territorios que ya tienen competencias plenas, así como los localismos, entendibles en clave política, pero que generalmente conllevan un coste excesivo y afectan a la calidad por déficit del volumen de actividad.

En síntesis, se trata de identificar y definir lo que es esencial, útil, eficaz, seguro y, a ser posible, eficiente en los servicios sanitarios prestados, a la vez que se restringe el uso de todo aquello que no lo sea. Estos cambios se implantarán mediante decisiones acerca de qué servicios y prestaciones serán cubiertas por el presupuesto público. En la práctica, la dificultad reside en el coste político asociado a ponerle el cascabel al gato: sólo el acuerdo y el pacto de todos lo harán posible.

Conocida la cuantía y estructura del déficit sanitario, se podrá reclamar mayor financiación siempre y cuando los argumentos que sustenten esta petición sean sólidos, autocríticos y poco complacientes. También será necesario que, una vez que se conceda dicho aumento de recursos, se exija el cumplimiento de ciertos compromisos no exentos de dificultad, como son la modernización de nuestras organizaciones y de las carreras de los profesionales sanitarios, así como la incentivación de los comportamientos de riesgo y la penalización de los acomodaticios entre los gestores de centros sanitarios, con una rendición de cuentas creíble.

Los decisores han de empaparse de otra visión más responsable y distinta al “invito yo y pagas tú”, que hay de lo mío, esto no me compete, etcétera. Para ello, se precisa distanciar y mitigar la presión del corto plazo que obedece exclusivamente a los ciclos políticos, pero que es tan perniciosa tanto por las frustraciones que genera como por impedir una planificación reflexiva que señale y gradúe los necesarios cambios estructurales que precisa nuestro sistema si queremos que éste perdure en el tiempo. Estamos empezando a asistir, por los recortes y por la falta de reformas inteligentes, a un notable deterioro de la prestación sanitaria pública en términos de calidad y acceso.

Terminamos estas líneas dejando un regusto de sabor equívoco, consistente en la identificación de los problemas –bien conocidos todos ellos –, pero igualmente en dejar que sean otros los que los resuelvan, o peor aún, simplificar y pensar que todos los males están en el tejado de los políticos y de los gestores. Sin embargo, no cabe duda de que los médicos han de liderar este cambio, siendo mucho más proactivos, recuperando territorios que han sido ocupados por otros, implicándose más en la gestión de lo esencial. La práctica de la medicina es una profesión cuyo ejercicio puede ser muy gratificante, y lo será más si se es capaz de predicar con el ejemplo, es decir, pilotar los cambios y no dejar que vengan impuestos por otros, tarde y mal.

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