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El estado de bienestar, hay que fortalecerlo con reformas. Nadie duda que ha hecho posibles sociedades que han proporcionado a sus ciudadanos el mayor grado de libertad, bienestar y cohesión social de la historia. El desafío obliga a revisar de un modo bastante contundente el funcionamiento de nuestra Administración Pública.

 

En España nunca tuvimos, hablando en puridad, una administración del bienestar. La Administración Pública, incluyendo a los nuevos servicios, continuó rigiéndose por los patrones propios de la Administración burocrática heredada del franquismo, más adecuados para la gestión de tributos, la concesión de licencias o el mantenimiento del orden público que para la producción y provisión masiva de bienes y servicios. Las Comunidades Autónomas, que acabarían absorbiendo estas políticas, se limitaron a copiar, en sus normas y estructuras, el modelo de la Administración General del Estado.

 

Resulta indispensable la reforma de este patrón burocrático uniforme y su sustitución por un marco plural y diversificado de organizaciones y de sistemas de empleo, como mínimo en el ámbito de lo que podríamos llamar Administración del Bienestar. En el sector salud, el corsé uniformador burocrático-funcionarial impone a los gestores y a los profesionales, en la atención primaria y en la hospitalaria, restricciones que obligan a procesos, a veces desordenados, de huida hacia fórmulas organizativas diferentes. Se están explorando fórmulas público-privadas de gestión, buscando en ellas ganancias de eficiencia y de calidad. La crisis está poniendo al descubierto las debilidades de un modelo de intervención pública fuertemente expansivo, alimentado en parte por la descentralización del estado, y desarrollado durante los trece años de crecimiento económico sostenido que hemos vivido en España.

 

Podemos describir este modelo como una burbuja del servicio público, no menos real que las burbujas inmobiliaria y financiera, caracterizado por cinco rasgos principales:

  1. Fuerte crecimiento y diversificación de las áreas de intervención pública; tendencia a la elevación sostenida de los estándares de servicio comprometidos. Más y mejores servicios en campos cada vez más diversos.
  2. Pérdida de foco; provisión de servicios esenciales junto a otros cuya prioridad es claramente discutible.
  3. Financiación íntegra, las más de las veces, con cargo a los presupuestos públicos. Universalización y gratuidad como lógicas dominantes de distribución. Servicios para todos, y tendiendo a coste cero.
  4. Interiorización de este modelo por la sociedad. Elevado nivel de presión de los grupos sociales sobre los gobiernos para la satisfacción de sus expectativas y preferencias de intervención pública.
  5. Despreocupación por la eficiencia. Opacidad de los costes de los servicios. Holgura confortable en las estructuras y procesos de la Administración. Caída de la productividad del empleo público.

 

Esta burbuja del servicio público se revela insostenible en un contexto de bajo crecimiento sostenido de los ingresos públicos, ya que no se trata de una cuestión de ciclo, se trata de un punto de inflexión que obliga a plantearnos los problemas del Servicio Público de una manera distinta a como los hemos planteado hasta ahora. Las políticas duras de ajuste y consolidación fiscal serán, durante este período, indispensables, pero el mero recorte no mejorará, por sí mismo, la situación, si no se acometen algunas reformas inaplazables. Hay que señalar que estas reformas se harán especialmente urgentes en los niveles subestatales (comunidades autónomas y municipios) sobre los que recaen actualmente tanto la mayor parte de la factura como las atribuciones competenciales y normativas.

 

En primer lugar, será necesaria una revisión de la oferta de servicios públicos que deberá afectar tanto a la cartera como a los estándares. La idea debe ser la concentración en lo esencial. Hay que volver a lo básico. La prioridad debe estar, en primer lugar, en las políticas de protección de perjudicados por la crisis, y, en general, de los más vulnerables, que no siempre fueron, durante la burbuja, los mejor tratados, ya que carecían de una voz suficientemente amplificada como para estar en la primera línea de los beneficiados por el Estado de Bienestar. El Estado de Bienestar sigue teniendo parientes pobres y en segundo lugar en las políticas que promuevan la reactivación económica. Una estricta atención a los costes de oportunidad debe presidir esta revisión, dando lugar a la eliminación de aquellas actividades en las que éstos sean superiores al valor público creado.

 

Por otra parte deben introducirse en la Administración incentivos a la eficiencia, hoy inexistentes. Hay, en nuestra Administración Pública, un gran déficit de gestión que contrasta con el desarrollo de la gestión en el contexto empresarial. Incluso en el sector salud, donde ese déficit es menor, un amplio sector de la franja de alta dirección sigue colonizada hoy, en buena medida, por los partidos políticos. Esta franja debiera ser ocupada, como se ha conseguido en otros países del mundo anglosajón o del norte de Europa, por una dirección pública profesional. Todavía, entre nosotros, perfiles de técnico especializado o de mero operador político ocupan centenares de cargos que debieran estar reservados a directivos profesionales, lo que incrementa la contradicción entre puestos orientados al no y perfiles orientados al sí. La implantación de mecanismos de gestión por resultados, de mejora de la transparencia y de rendición de cuentas debería acompañar a estas iniciativas.

 

Además, los ciudadanos españoles no hemos tenido patronales públicas capacitadas y dispuestas a defender nuestros intereses en la negociación colectiva con los sindicatos de funcionarios. El amateurismo de los políticos y la aversión al conflicto han presidido habitualmente estas negociaciones, del lado patronal. En frente, negociadores sindicales altamente profesionalizados y dispuestos a ejercer todo el instrumental de presión a su alcance. Reequilibrar este marco de relaciones es la primera prioridad si queremos recuperar al menos una parte de la productividad perdida, aunque nada de esto se hará sin una dosis de conflicto.

 

Los modelos descentralizados de gobernanza necesitan desarrollar algunas capacidades básicas:

  1. Para garantizar la efectividad de la separación principal-agente, que a menudo aparecen confundidos.
  2. Para garantizar la autonomía de los centros de titularidad pública y para dotarlos de órganos de gobierno y dirección fuertes, comprometidos con el proyecto y protegidos de las oscilaciones del ciclo electoral.
  3. Para dirigir estratégicamente, sin invadir con microgestión la esfera de gestión y ejecución. No es fácil conseguir que nuestros gobernantes asuman efectivamente este distanciamiento de lo cotidiano.
  4. Para controlar por resultados, lo cual exige una capacidad técnica instalada que permita un alto nivel de contestabilidad y también un sistema adecuado de medición, evaluación y rendición de cuentas.

 

La crítica de la duplicación de funciones debida a nuestro modelo descentralizado de estado viene haciendo en los últimos tiempos bastante ruido. Las reflexiones sensatas que se basan en la denuncia de disfunciones reales, por una parte, y por otra, en prejuicios y posiciones políticas favorables a una recentralización de las funciones del Estado. Las iniciativas de supuesta racionalización difícilmente podrán pasar, muchas de ellas, de la fase de laboratorio, dada su dificultad de adaptación al marco constitucional o, simplemente, por las dificultades políticas y sociales que afrontaría su implementación. Parece más útil y razonable centrarse en reformar las estructuras existentes y sus pautas de funcionamiento.

 

Necesitamos reformar la Administración Pública y lo necesitamos con urgencia. Son cambios que requieren análisis, diagnósticos y orientaciones de expertos, pero que sólo son viables como reformas políticas. Sólo la política puede reformar la Administración Pública. Ahora bien, los precedentes nos indican que esta reforma sólo llegará a las agendas públicas si hay un impulso extenso y fuerte desde la sociedad civil.

 

Como conclusión, ante la crisis, la reforma de la Gestión pública debe estar sustentada por ejes de modernización de la gestión pública de las personas, en cuanto a la planificación y organización del trabajo, la gestión del empleo y la organización de la función de los recursos humanos, la gestión del rendimiento y el desarrollo, orientando la relación con los colaboradores hacia la mejora del rendimiento, dando responsabilidad, vinculando la promoción al rendimiento y reconociéndolo. El otro eje debería ser cambiar las reglas formales e informales desde el marco jurídico, el cambio cultural y los mitos de la cultura funcionarial. ¿Veremos algo de esto tras los resultados de todos los procesos electorales en curso?

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