Para un salubrista, haber participado en el libro que presentaremos el próximo día 24 de octubre  de 2019 http://fundaciongasparcasal.org/noticia.php?url=273 ilusiona. Hace tiempo que se viene reclamando la atención sobre las dos epidemias del siglo XXI en los países de desarrollados: la depresión y la obesidad. Como nos contaba un alumno de origen cubano, de la edición 29 del Máster en Administración y Dirección de Servicios Sanitarios  (www.e-mads.org) en la clase de salud pública, no había oído hablar de la obesidad ni la depresión hasta llegar a España.

La obesidad, irónicamente junto con la desnutrición, son los problemas nutricionales más frecuentes en el mundo y representan un reto para la salud pública, por su asociación con el desarrollo de enfermedades crónicas y su consecuente carga de enfermedad atribuible a estas causas. En Europa, la prevalencia se ha triplicado en las dos últimas décadas. España no escapa a esta tendencia, y las crecientes cifras de obesidad han afianzado el término «obesidad epidémica».

Reconocer la obesidad como una enfermedad crónica con severas complicaciones y no como un estilo de vida elegido puede ayudar a reducir el estigma y la discriminación que sufren muchos obesos. Sin embargo, la autodeterminación es vital para que los individuos tomen el control de sus vidas y así, decidan lo mejor para ellos. Etiquetar la obesidad como una enfermedad puede poner en riesgo la propia autonomía, desempodera y roba la motivación intrínseca a cambiar. Favorece el fatalismo y fomenta la falacia de que la genética es un destino.

En España, según el estudio ENPE (Estudio Nutricional y de Hábitos Alimentarios de la Población Española de 25 a 64 años) publicado en 2016, el 39,3% de la población tiene sobrepeso y un 21,6% obesidad. Nuestras cifras que utilizan como fuente el INCLASNS 2017 a partir de la Encuesta Nacional de Salud (ENS), son menores pero parecidas (37% y 17,43%) (Mayores de 18 años).

La obesidad se está convirtiendo en una epidemia que puede llegar a reducir hasta en diez años la esperanza de vida de las personas que la padecen.

La cuantificación del impacto de la obesidad no es trivial, debido a la dificultad de estimar el riesgo de padecer alguna de las enfermedades crónicas que supone el exceso de grasa corporal. La obesidad y el síndrome metabólico habitualmente asociado en adultos, son entidades clínicas complejas y heterogéneas con un componente genético, cuya expresión está influida por factores ambientales, sociales, educativos, culturales y económicos, entre otros.

En los últimos 40 años en España hemos asistido a importantes cambios sociales y económicos, que han mejorado sustantivamente el estado nutricional y muy especialmente el aporte calórico. Un mayor consumo de televisión y, sobre todo, de teléfonos inteligentes, tanto por parte de la población joven como de la población de más edad, junto a otros cambios hacia patrones de ocio sedentarios y, en suma, modificaciones en el uso del tiempo libre de las familias, pueden ayudar a explicar los cambios en la actividad física que estamos experimentando en los últimos años. Empeora pues la relación entre lo que entra y lo que sale en términos de calorías gastadas.

La identificación de la obesidad como problema y desafío está, por fin, empezando a reconocerse, tanto entre la sociedad como políticamente. España se encuentra en pleno desarrollo de políticas para disminuir sus efectos. Se formulan y ponen en marcha cada vez más planes de acción en el contexto de una política para la nutrición, la actividad física y la prevención de la obesidad que, lógicamente, exigen un claro y actualizado conocimiento de los patrones de consumo alimentario y de la actividad física de la población, así como de las múltiples políticas, directas, indirectas y no intencionadas, a las cuales se dirigen estos instrumentos de salud pública. Utilizar incentivos educativos y no educativos basadas en la teoría de Thaler (Premio Nobel de Economía en 2017) de los empujoncitos o acicates “Nudges”, puede ayudar.

La educación sanitaria, con mensajes bien elaborados, como estrategia casi universal frente al problema parece contundente al indicar que la solución está en el individuo y en su voluntad de reducir la ingesta y hacer más ejercicio físico. Y, sí, ésta se demuestra útil en edades muy tempranas de la vida (de 3 a 6 años) y en el marco de las guarderías. Sin embargo, los determinantes de la salud van mucho más allá de las intervenciones sanitarias y de las decisiones puramente individuales. Las políticas ambientales, sociales, laborales y, por supuesto, las educativas, entre otras, tienen una función que supera con creces la responsabilidad individual. Lógicamente, las decisiones de ingerir determinados alimentos en determinada cantidad, y de realizar o no actividad física, corresponden en último término a cada individuo, y por ello se deberá respetar el principio de libertad individual. Esto no supone, en cambio, caer en la ingenuidad de que en el análisis y las propuestas políticas no se deban considerar los factores del entorno, en sentido amplio. Así, respetando las decisiones individuales, los responsables públicos tienen el deber de informar a los ciudadanos sobre las consecuencias de sus acciones y de crear entornos propicios para que la población desarrolle hábitos saludables.

Una labor clave de la comunidad científica, demandada por la sociedad civil, es orientar las políticas saludables mediante el estudio y el análisis de las intervenciones que tendrían un resultado favorable en la prevención de la obesidad, de manera que el decisor público (y el privado) pueda asignar sus recursos del modo más eficiente posible a la hora de implementar políticas basadas en la evidencia. Los responsables públicos y las instituciones privadas deberían regular y supervisar los mensajes publicitarios relacionados con la alimentación, especialmente los dirigidos a población infantil. Además, se requieren mejores bases de datos como parte de un sistema encargado de suministrar información científica, accesible, objetiva y útil para la toma de decisiones, y fomentar el trabajo de equipos multidisciplinarios que integren enfoques salubristas y sociales. Muchas de estas iniciativas han ido tomando cuerpo en los últimos años, pero nos queda trabajo pendiente y, en el mejor de los casos sus resultados, tendrán efectos visibles a medio-largo plazo, ya que opera la paradoja de la prevención de Rose. Las medidas de prevención son siempre insuficientes, ya que la salud pública es la “hermana pobre” de la Medicina. Y la obesidad no es una excepción. Parece razonable que la epidemia deba ser ya afrontada con planes que integren el ejercicio físico, la dieta y las terapias que hayan demostrado efectividad, es decir, eficacia en la práctica clínica real.

En suma, las posibles líneas de acción para prevenir la obesidad son casi ilimitadas, pero no así los presupuestos. El coste de oportunidad de desconocer la efectividad de las diversas opciones al alcance del decisor es que los recursos que se inviertan en medidas ineficaces no permitirán financiar las que realmente mejorarían el bienestar social.

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