Defiendo la austeridad. Países y personas deben ser austeros. Mientras haya desigualdades de todo tipo y cada vez más marcadas, es obsceno no serlo. Mies van der Rohe en su arquitectura restaba hasta que todo encajaba. El campus de la Universidad de Chicago es un claro ejemplo. Su célebre frase “menos es más”, sintetiza su gran aportación.

Un buen sistema sanitario debe conciliar el acceso a la tecnología, con la calidad y los costes de los servicios que proporciona. Gastar más no implica mejor asistencia o mejores resultados en salud porque el incremento del gasto tiene origen en que la demanda de los servicios sanitarios es sensible a su oferta. En términos de evolución temporal, el aumento del gasto no es sólo achacable a la incorporación de las nuevas tecnologías, sino también a disfunciones de carácter organizativo.

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La mejora de la eficiencia de los proveedores requiere el control de su desempeño y la mejora de los procesos asistenciales. Es preciso que las oportunidades para mejorar la calidad y hacer sostenible el crecimiento de los gastos se pongan de manifiesto en intervenciones sanitarias efectivas.

Los 264 años que fueron necesarios para adoptar la ingesta obligatoria de limas y limones como alimentos ricos en vitamina C entre los marinos de la Armada Británica con el fin de prevenir el escorbuto, y los 17 años de media que tardamos ahora en la implantación de una nueva tecnología, nos indican que en algo hemos mejorado, si bien nos queda todavía un largo camino por recorrer. Pongamos algún ejemplo de los dos tipos de tecnologías existentes: las meramente aditivas, que suponen un cierto avance sobre la anterior a la que vienen a reemplazar, como sería un nuevo hipotensor con menos efectos secundarios; mientras que las disruptivas suponen un auténtico hito en la práctica de la medicina, como la administración de la aspirina en las primeras horas del infarto agudo de miocardio.

De hecho, en la adopción de las tecnologías disruptivas, el problema reside en la resistencia de los profesionales y de las organizaciones a su implantación, ya que conllevan importantes cambios de todo tipo, incluyendo los esquemas de incentivos y la alteración del estatus quo. Sin embargo, esta situación no ocurre con la misma intensidad si las tecnologías son meramente incrementales y no modifican las costumbres o patrones organizativos, lo que propicia su rápida adopción.

Cualquier organización sanitaria que se precie de ofrecer servicios de calidad debe asegurar que los pacientes accedan a nuevas tecnologías que son seguras y eficaces; que dichos pacientes no se están exponiendo a efectos desconocidos, o peor aún, que se conozca que las tecnologías utilizadas son ineficaces o perjudiciales, y que el dinero que los servicios sanitarios gastan a partir de nuestros impuestos sea empleado de la manera más eficiente con el fin de mejorar la salud de la población cubierta.

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Una organización sanitaria puede responder de dos maneras ante la aparición de una nueva tecnología: una informal, dejando sin más que se introduzca en la práctica clínica de la mano del médico y con distinto grado de facilidades por parte de los fabricantes, y otra más formal, en la que se tenga más en cuenta el impacto de la tecnología sobre los resultados en la salud de los pacientes, siempre difícil de medir, pero es preceptivo hacerlo. Otros atributos de la calidad que deben considerarse son el acceso a las tecnologías, la satisfacción de los pacientes y la percepción de los profesionales.

Las organizaciones sanitarias preocupadas por la calidad y la eficiencia han de valorar primero que las tecnologías sean eficaces en la práctica clínica, pasando, por tanto, a poder denominarse efectivas. Los siguientes pasos serán: resolver cómo se van a utilizar, establecer la planificación, decidir el número de pacientes que cumplen los criterios clínicos para recibirla y, finalmente, aportar la experiencia a través de personal cualificado que las utilice de forma segura, efectiva y eficiente.

En la implantación de las nuevas tecnologías hay que restringir el uso generalizado de las que sean meramente aditivas hasta que se disponga de suficiente evidencia sobre sus beneficios y daños. Por ejemplo, un nuevo medicamento que sólo mejora la comodidad para el paciente y cuyo coste multiplica el del fármaco existente. Una vez que se tenga esa certeza, se emplearán guías de práctica clínica para dirigir el uso apropiado de éstas específicamente a los pacientes adecuados.

La política sanitaria tiene que buscar el mejor equilibrio del llamado triángulo de la asistencia sanitaria, cuyos tres vértices son tecnología, calidad y coste. Se puede avanzar hacia dicho equilibrio reduciendo el uso inapropiado de determinadas tecnologías para determinadas indicaciones, de modo que se reduzca el coste sin comprometer la calidad. Y, sobre todo, priorizando tecnologías según marquen las evaluaciones que emplean la perspectiva social. De esto discutiremos el próximo mes en nuestra 14ª Reunión Científica de la Asociación Española de Tecnologías Sanitarias.

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La atención médica del futuro se proveerá por unas organizaciones distintas a las actuales. El mejor ejemplo sería la cama hospitalaria. Su pérdida de protagonismo frente a la actividad quirúrgica ambulatoria, la digitalización y automatización del diagnóstico por la imagen y el laboratorio, la dispensación robotizada de los medicamentos y las experiencias de integración de servicios nos alertan de un cambio en las relaciones organizativas del hospital con el entorno.

Las autoridades, los profesionales sanitarios y los servicios sanitarios necesitan empezar a preguntarse cómo ayudar a que las tecnologías auténticamente disruptivas, que vienen de la mano de la digitalización, se usen más porque serán ellas las que mejoren el funcionamiento y el rendimiento de la atención sanitaria. Por último, dichos cambios organizativos, que también son cambios tecnológicos, harán que el sistema sanitario, que está sólo en la teoría orientado al paciente, consiga centrarse de verdad en él.

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