Protestamos por el mundo que nos ha tocado vivir, pero nos conformamos con ir tirando. Esta espiral de resignación y pasividad puede ser socialmente peligrosa.

La diferencia entre la angustia existencial que atenazó a generaciones anteriores de españoles y la que nos atenaza a nosotros es que entonces existía una fuerza social por avanzar hacia un mundo mejor y hoy domina el espíritu de la resignación. Protestamos por el mundo que nos ha tocado vivir, pero nos conformamos con ir tirando. Hay un cierta sensación que nos hace pensar que todo lo que está por venir va a ser peor de lo que ya tenemos y que, por lo tanto, nuestra mejor opción es que no llegue o que tarde en llegar. No es una cuestión generacional, es estructural, un signo de nuestro tiempo que afecta a varias generaciones. Hasta los años 90 existía la idea de progreso, de que el individuo se dirigía a algún sitio. Ahora el futuro se vislumbra peor que el presente, y esa idea ha permeado en los jóvenes y también en los más mayores, personas de 50 a 60 años que tienen claro que sus hijos vivirán peor que ellos, algo impensable antes.

Cinismo, individualismo, parálisis, polarización, populismo, son expresiones habituales. Afortunadamente, existen algunos brotes de esperanza en las generaciones más jóvenes, concienciadas con el cambio climático, con los excesos en la jornada laboral (la llamada ‘gran renuncia’) y con el avance en derechos reproductivos y sexuales.

En España, los 70 fueron los del fin de la dictadura y el ilusionante inicio de una democracia moderna, y los 80 la década de la consolidación del estado del bienestar y de la entrada en Europa. En los 90 se produce el ‘boom’ de la sociedad de consumo, en la que construimos nuestro futuro no sobre los pilares del avance social, sino del materialismo: aspiramos al lavavajillas y a la televisión de pago, a un coche del que estemos orgullosos, a la segunda residencia. Cuando el contrato social del aumento continuado de la riqueza y el bienestar se rompe en 2008, el futuro se vuelve amenazador. Habíamos alcanzado un grado razonable de bienestar y la crisis nos advertía de que en adelante todo iría cuesta abajo.

Las certezas son materiales y mentales. Son derechos laborales, independencia económica, un entorno laboral más equilibrado y un mercado de la vivienda justo, relaciones sociales sanas y de confianza, la posibilidad de encontrar resonancia en nuestras aficiones. Pero también una visión del mundo en la cual aún tenemos las riendas de nuestra propia vida.

En 2011, en el momento más bajo de la crisis, la Comisión Europea, en el Libro Blanco sobre el futuro de Europa, señaló que “por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, existe un riesgo real de que la actual generación de jóvenes adultos acabe teniendo unas condiciones de vida peores que las de sus padres”. Europa no puede permitirse perder al grupo de edad más formado que ha tenido nunca y dejar que la desigualdad generacional arruine su futuro”.

Pero más allá de los factores coyunturales negativos, que sin duda existen y son graves, el actual miedo al futuro vendría a ser una profecía autocumplida, potenciada en parte por el sector empresarial, al que le beneficia que sus trabajadores se aferren a sus empleos en las condiciones que sea; también por ciertos sectores políticos, que pescan en río revuelto, y por los medios de comunicación, que han visto un filón comercial en bombardearnos con discursos apocalípticos y amenazadores. Hay que vencer la pereza del ir tirando y mostrar un comportamiento mucho más inconformista.

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