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En estas líneas voy a llevar a cabo una reflexión que explique por qué en España el sistema sanitario que tenemos, con una todavía mayoritaria financiación pública, requiere de una serie de ajustes que mejoren ciertos aspectos, respetando sus principales dimensiones, para que sea saludablemente viable en el futuro.

De la misma forma que en España estamos socialmente sensibilizados con la discriminación o la explotación, tampoco aceptamos una sociedad en la que la gente muera o quede con minusvalías por falta de atención médica o que al sufrir una enfermedad o un accidente se vean forzados a vender todos sus bienes. Atenta contra la ética y los sentimientos más elementales de la dignidad y la solidaridad humana. Por tanto, la financiación pública de la sanidad se justifica en la medida [1]que garantice a la totalidad de los individuos un acceso a la salud que sea suficiente para conservar la vida, con una calidad aceptable, y poder desarrollar su potencial humano.

El derecho a la salud parte de la teoría de la justicia distributiva y del altruismo sustentado en sentimientos de equidad y solidaridad humana. La salud puede considerarse distinta del resto de bienes económicos, aceptando su naturaleza de bien de mérito, preferente o tutelar. La economía de la salud ayuda a una aplicación racional de los recursos que el Estado asigna a la salud, si bien éstos han de ser suficientes y su uso, como exigencia ética, eficiente. Hacen falta, en consecuencia, buenas dosis de dinero y de ética.

Ahora bien, si queremos seguir con prestaciones de calidad con carácter general, hay, sin duda, que reorientar esfuerzos, dando una mayor importancia a aspectos hasta ahora poco presentes y que redunden en un más adecuado balance entre las acciones destinadas a la prevención de enfermedades que incluye promoción de la salud y reducción de riesgos, frente a la asistencia sanitaria, obviamente, sin caer en el puritanismo ni en el mesianismo. Se trata de otorgar suficiencia para garantizar las capacidades básicas de la población lo que incluye la garantía de acceso a la fase de diagnóstico y tratamiento precoces de aquellas patologías que afecten a las capacidades básicas. La prevención tanto primaria como secundaria debe pasar a ser el objetivo prioritario en la agenda de la política sanitaria, junto a la efectividad de sus acciones y la exigencia de calidad de sus prestaciones. Ya lo decía Archival Cochrane en su famoso eslogan: «todo tratamiento efectivo debe ser gratis”. Casi cuarenta años después quizá tengamos que matizarlo en términos de un tratamiento será gratuito si es más coste-efectivo que el reemplazado.

Es una excelente inversión social gastar dinero en servicios de atención primaria u hospitalaria, intervenciones de salud pública y medicamentos u otras tecnologías que aportan soluciones a los problemas de salud, y es un derroche absurdo gastar en lo que no es efectivo. La práctica clínica ineficiente conculca el comportamiento bioético exigible a un profesional sanitario. Aunque la sanidad pública no haya puesto precio a sus procesos asistenciales, sí que tienen un coste, que además es variable, dependiendo básicamente de la geografía, el parque tecnológico instalado en las estructuras sanitarias y el estilo de práctica clínica.

Otra cosa es si estamos acercando los niveles de desigualdad en el uso de servicios y en los indicadores de salud, teniendo en consideración el estrato socioeconómico de los ciudadanos. La evidencia empírica en España demuestra que existe un gradiente en el que el nivel de salud y bienestar de nuestra población es mayor en las clases sociales con más recursos frente a las que tienen menos.

La cobertura pública deberá ser suficiente para que en la terminología de Sen, podamos garantizar las capacidades básicas de la población. Se trata de asegurar que, ante la enfermedad, nadie se quede sin cuidados médicos esenciales o se vea abocado a la pobreza para poder pagarlos. Ello no implica necesariamente que, bajo una consideración igualitaria y altruista, el sector público deba ofrecer a toda la población la prestación sanitaria de forma gratuita. Puede, por ejemplo, pagar a quiénes tengan rentas por debajo de un determinado nivel y al resto, únicamente en el caso de enfermedad catastrófica o muy costosa, de larga duración y crónica. Lo que sí que implica es que se destinen a la sanidad tantos recursos públicos como sean necesarios para alcanzar los objetivos de salud deseados. Sin embargo, en ocasiones, se plantea la inevitabilidad de racionar unos recursos insuficientes para garantizar gratuitamente a toda la población la cobertura de sus necesidades sanitarias.

Los recursos han de asignarse de tal forma que se maximice el nivel global de salud del país, sin ignorar la distribución de la salud entre los ciudadanos. La eficiencia social pasa por producir al menor coste social aquellos bienes y servicios que más valora la sociedad. Es, por tanto, necesario establecer consenso entre todos los ciudadanos, de cuáles son los mínimos irrenunciables que garanticen una protección suficiente de su salud para permitirles vivir una vida digna y considerarse razonablemente satisfechos con ella. En España hasta el momento los intentos de reforma han consistido en la construcción de un sistema nacional de salud sobre los pilares de un sistema de seguridad social, en poco tiempo y con un proceso de desconcentración administrativa muy intenso. Ello ha comportado que la escasez sea compartida equitativamente. Sin embargo, las personas con capacidad adquisitiva se saltan las colas adquiriendo pólizas privadas y las que tienen familiares y amigos trabajando en el sector se cuelan. Ambas situaciones no parecen una forma eficiente de equidad. La situación difícilmente cambiará si los ciudadanos votantes siguen pensando que los recursos sanitarios son un bien gratis y disponible en cantidad ilimitada. Si, además, esta creencia sigue siendo alentada por los políticos, nada cambiará a mejor. En las reformas de sistemas sanitarios se intentan conjugar dosis diferentes de mercado y de participación del Estado. Lo importante es medir los progresos, conocer en qué se avanza y poder desechar lo que no funciona. Así ponderaremos con precisión el control del gasto debido a presiones financieras periódicas, con aumentos en productividad y eficiencia, frente a imperativos morales muy arraigados en favor de mantener el acceso universal a la asistencia sanitaria y mejorar la equidad con que se distribuyen los servicios entre las clases sociales.

Las reformas iniciadas se caracterizan por incidir en medidas sobre la oferta: asignación de recursos con techos de gasto (tantos puntos de PIB) o introducir incentivos de mercado (asignación de presupuestos a proveedores de atención primaria y hospitales y puesta en marcha de sistemas de pago vinculados a rendimiento) con otras medidas que inciden sobre la demanda de servicios sanitarios, a nivel agregado, del tipo de introducir estrategias de promoción de la salud y de prevención de la enfermedad, y a nivel individual, del tipo de trasladar costes al paciente o limitar el paquete asistencial financiado públicamente. Sin duda, muchos son los retos y los desafíos a los que nos enfrentaremos en los años venideros. Resultaría razonable empezar con cambios en el escenario de la práctica clínica que se dirijan a aquellas intervenciones sanitarias de elevado gasto y cuya efectividad no está garantizada o cuya utilización puede no ser apropiada, es decir, donde el valor marginal de las intervenciones decrece más rápidamente como éstas son utilizadas inadecuadamente. Y aquí, desinvertir.

Los dilemas éticos procedentes de las profundas variaciones geográficas en la práctica clínica, la diferente accesibilidad a los servicios dependiendo de factores sociales, la aplicación de nuevas tecnologías más allá de la efectividad demostrada, el escaso impacto terapéutico sobre las patologías crónicas relacionadas con estilos de vida no saludables, la eutanasia activa y pasiva, la manipulación genética, etc., tienen, forzosamente, que conciliarse con los dilemas económicos procedentes de la constatación de que los retornos no crecen (aumento de la esperanza de vida ajustada por calidad de vida o libre de incapacidad) al mismo ritmo que el incesante incremento de recursos asignados al sistema sanitario, preguntándonos si esta situación crea un valor proporcionado a lo que cuesta. Los estilos de vida no saludables deben ser abordados como algo necesario pero insuficiente, pues la buena salud no es sólo una cuestión de estilo de vida. Las mejoras en el medio ambiente social (pobreza. desempleo, injusticia, soledad, exclusión, etc.) son posibles y deseables. Atenuar el sufrimiento humano merece siempre la pena. Un respeto por los aspectos ecológicos es esencial para que las generaciones venideras puedan disfrutar de una naturaleza compatible con la vida y con el desarrollo de las sociedades en plenitud y democracia.

Respecto a las medidas que se pueden adoptar, parece razonable acordar criterios que ayuden a priorizar la distribución de los siempre escasos recursos asignados a nuestro sistema sanitario. La cuantificación de las necesidades de salud de la población en términos de tasas de mortalidad estandarizadas por causa, la caracterización sociodemográfica de la población, la estructura organizativa y tecnológica instalada para la provisión de servicios sanitarios, la efectividad clínica, el logro de resultados en salud de los programas de prevención, son algunos de ellos. Persisten problemas del tipo de adecuar la ponderación de dichos criterios y debatir alternativas que permitan decidir a sus beneficiarios potenciales, el conjunto de la ciudadanía y equilibrar intereses legítimos pero minoritarios, con otros más generales.

La exigencia de transparencia en el empleo de los recursos públicos y la participación democrática en la formulación de prioridades, no es tarea fácil. Requiere inteligencia y el convencimiento de que no existen ni fórmulas ni mecanismos perfectos. El peso excesivo de la política genera riesgos para el cambio en la gestión, por la intervención de los políticos en aspectos de detalle, por la captura de los profesionales, por la dispersión de responsabilidades, por el exceso de centralización y por el “cortoplacismo”. ¿Qué papel le quedará al Estado y al mercado en el manejo de estos temas de política sanitaria?. Conjugar las exigencias de separar financiación de provisión, ampliar la libertad de elección del usuario, desmonopolizar, garantizar un paquete asistencial básico, introducir la participación privada, los copagos y la acreditación, junto a la definición de responsabilidades e incentivos individuales y organizativos, compatibles con la diversidad territorial de formas, contenidos y tradiciones, en un marco de restricciones presupuestarias, es el reto que tienen los gestores del cambio en las organizaciones sanitarias.

[1]* basado parcialmente en la editorial publicada por el autor en Medicina Clínica, Vol 112, Nº 13, 1999: 496-498

 

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