Tomo prestado el título del capítulo de Beatriz González y Néboa Zozaya del libro “Innovación y Regulación en Biomedicina: obligadas a entenderse”, que recientemente ha editado la Fundación Gaspar Casal.
Hay cinco características de las innovaciones que afectan a su velocidad de difusión: ventaja comparativa, compatibilidad, complejidad, susceptibilidad de pilotaje o ensayo a pequeña escala y observabilidad de sus resultados (Rogers E. Difussion of innovations. 1995, Free Press)
Vamos por partes. Innovación es una idea, servicio o producto nuevo o una nueva manera de aplicación de un procedimiento ya establecido. Aplicada al Sistema Nacional de Salud (SNS) sería la que propiciaría mejoras en la calidad de la atención sanitaria y/o en la salud de los pacientes desde cualquier ámbito, preventivo, diagnostico, terapéutico o rehabilitador. Innovación es algo más que una sencilla mejora de actuación. Con el fin de obtener el máximo valor añadido para un sistema sanitario financiado con fondos públicos (SNS) toda innovación que entre en la cartera de servicios, necesita, idealmente antes, ser replicable y replicada. Los programas de telemedicina, la historia digital, las aplicaciones para teléfonos inteligentes,…son ejemplos de innovaciones que todavía precisan de demostración coste/beneficio.
Y ahora le toca a la diseminación. Toda innovación que merezca la pena debe ser diseminada, es decir, aplicada en un contexto preferiblemente nuevo, proclive, en una organización renovada, para que tenga éxito. Intentos llevados a cabo en organizaciones rígidas y poco sensibles al cambio, acaban fracasando y, por ende, no llegan a mostrar la aportación de valor. Una obviedad, copiar lo que funciona es bueno. Todo esto no significa necesariamente, solo, añadir innovaciones a procesos ya existentes, sino también – en el sentido de ‘desinversión’ – retirar servicios o productos que no aporten valor alguno o que hayan sido sustituidos por algo nuevo y mejor con demostración empírica. Innovación no solo se refiere a la idea original, también al proceso entero del desarrollo, implementación y diseminación de la idea con éxito.
Las autoras mencionadas, comparan las curvas de difusión de cinco innovaciones biomédicas bien diferentes. Seleccionan sobre la base de algunos aspectos que pudieran asociarse a la velocidad de difusión, como la ratio entre costes fijos y variables; el grado de disrupción organizativa y cambio que imponen a las relaciones de poder en la organización; el tipo de innovación (organizativa, TIC, farmacológica, de procedimientos clínicos); la necesidad de implicación del paciente; y sobre todo, según los incentivos implícitos para los proveedores públicos y privados (expectativa de beneficio y sus plazos). La tabla 1 sintetiza estas características.
La tabla 2 clasifica las cinco innovaciones de acuerdo a los criterios o atributos que, según Rogers, aceleran o ralentizan el proceso de difusión. La ventaja comparativa es la percepción de que la nueva tecnología es mejor que la estándar (y en qué grado). A menudo se expresa como rentabilidad económica, pero también significa estatus o prestigio. En el caso biosanitario, se considerarían el impacto en salud y la relación coste-efectividad. El tipo de innovación determina qué ventaja es la relevante para los adoptantes, que pueden ser heterogéneos. La ventaja comparativa va cambiando a lo largo del proceso, porque los costes y la incertidumbre se reducen con el aprendizaje, haciendo aumentar la velocidad de difusión. Una ventaja de los pioneros en innovaciones que salen al mercado es la apropiación de excedentes o mayores beneficios, ya que en las primeras etapas ofrecen un recurso escaso prácticamente en exclusiva, y como tal puede venderse a precio alto a un segmento de la población. La ventaja comparativa relevante es la percibida por las partes, oferentes y demandantes, más que la objetiva. La FIV es un caso en el que los pioneros, al ofrecer con escasa competencia una técnica novedosa, obtenían fuertes incentivos económicos asociados a su poder de mercado. Los beneficios extraordinarios de los innovadores pioneros perjudican indirectamente a los que no adoptan la innovación. Los pioneros suelen ser ya de entrada más prósperos, de forma que la brecha se amplía con la innovación. Los últimos centros de salud en incorporarse a la reforma de la AP constituyen un ejemplo de esta penalización, pues cuando llegan, el entusiasmo por la reforma ya ha desaparecido y la incorporación refleja más que nada la compleción final de una tarea pendiente penosa. Lo mismo ocurre con la difusión de las unidades de gestión clínica: las pioneras, en los primeros años noventa (la unidad del corazón del Hospital Juan Canalejo, por ejemplo) conseguían reclutar a los profesionales más motivados, mejor preparados, más activos. En la medida en que las unidades de gestión clínica se generalicen a golpe de BOE, las últimas que se constituyan lo harán en condiciones bastante más pesimistas.
Con las tecnologías y su proceso de adopción, funcionan los incentivos. No todas las innovaciones aportan bienestar social, o lo hacen en pequeña escala, por lo que los incentivos adecuados habrán de dirigirse a acelerar las innovaciones con potencial de mejora de la eficiencia y calidad del sistema y la salud poblacional, y a enfriar los procesos que, movidos por grandes ventajas comparativas del pionero en términos de beneficios privados, aporten poco al bienestar social y a su distribución interpersonal.
Mientras que los nuevos medicamentos se difunden rápidamente -gran parte de los médicos de atención primaria y especializada ya están prescribiendo los nuevos medicamentos apenas unos meses tras el lanzamiento- las innovaciones complejas, disruptivas y organizativas son generalmente lentas. La reforma de la AP es un ejemplo claro. Siendo enorme su ventaja comparativa respecto al modelo tradicional, hemos tardado casi veinte años en completarla; y diez años en alcanzar una cobertura incompleta, pero más o menos generalizada, de la receta electrónica. Mientras que las tecnologías “para nacer” se han difundido movidas por el mercado y el potencial de beneficios, habiendo llegado a la etapa de dominación, las tecnologías para una muerte de calidad tienen una difusión lenta y están lastradas por barreras organizativas de distintos tipos.
El reto de la reproducción asistida es la equidad, el reto de la muerte de calidad es desarrollar servicios paliativos domiciliarios conforme a planes articulados que cubran el territorio y coordinen los recursos existentes en los distintos niveles asistenciales. También hay un reto de equidad, pero el mayor desafío es el cambio en la función de producción, reconociendo que morir en la ambulancia mientras se está yendo al hospital a recibir quimioterapia es un pésimo resultado para el sistema[1] y una buena muerte debería equivaler a unos cuantos AVACs. Pero los ejercicios de evaluación económica no ponderan por la calidad de la muerte.
Los sistemas de incentivos a prescriptores y pacientes para difundir adecuadamente las innovaciones farmacológicas funcionan, los servicios regionales de salud conocen los resortes que hay que tocar en los contratos programa o similares. La receta electrónica, con su software asociado de apoyo a la prescripción, coadyuvan en esta tarea. Las perspectivas de beneficios de los Centros de Reproducción Humana Asistida son incentivos suficientemente fuertes para la difusión de la reproducción humana y, como hemos visto, responden a las perspectivas de mercado y al ciclo económico. En cambio, las barreras para el funcionamiento normalizado de las unidades de cuidados paliativos suponen todavía obstáculos serios a su difusión, incluyendo los de orden ético y los asociados a la complejidad y disrupción organizativa. Son necesarios por tanto unos incentivos económicos potentes y eficaces a los centros y profesionales relacionados con los cuidados al final de la vida. Las autoras aciertan plenamente con los ejemplos seleccionados que son muy didácticas. Mi más sincera enhorabuena!