De los años cuando el MADS iba de la mano con ICADE-UPCO (1989-2000) recuerdo con mucho agrado a un SJ con el que me encantaba hablar, Javier Gafo. Era un gran teólogo y además sabía mucho de ética. Participé en alguna Jornada y en alguna de sus publicaciones. También otro jesuita reseñable, padre de la Bioética, fue Francesc Abel. Lamentablemente el primero falleció prematuramente en 2003 y el segundo en 2012. Entre nosotros está otro gran bioético, Diego Gracia, que sostiene que además de los cuatro principios de comportamiento ético que nos enseñan a los médicos para nuestra práctica profesional (beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia), hay que añadir un quito, la exigencia de eficiencia en nuestro quehacer cotidiano, es decir, no despilfarrar.
Todo esto viene a cuento porque si no despilfarrar es un mandato (los recursos disponibles siempre son escasos) no puede ser más oportuno, estimulante y revelador del estado del arte, la lectura del capítulo de Salvador Peiró en el libro “Regulación e Innovación: obligados a entenderse” recientemente editado por la Fundación Gaspar Casal.
La innovación, en el sentido que nos interesa en el sector salud, no debería verse solo como la incorporación de nuevos medicamentos, dispositivos, equipos u otras tecnologías, por sofisticados y novedosos que sean. El componente clave de la innovación en este sector es la mejora (incremental respecto a los tratamientos ya disponibles) a los resultados clínicos de los pacientes (o, también, la reducción de costes para la obtención de resultados similares). Esta mejora de efectividad y de la eficiencia puede derivar del descubrimiento e incorporación de nuevos tratamientos, pruebas diagnósticas, equipamientos u otras tecnologías (cambio tecnológico), de la adopción de mejores prácticas de uso de las tecnologías ya disponibles (cambio organizativo) o de cualquier combinación de ambos componentes. Hay que hacer notar que el cambio tecnológico no requiere necesariamente el descubrimiento de una nueva tecnología y, en ocasiones, puede proceder de la propuesta de una tecnología ya conocida para un uso diferente (por ejemplo, el uso preventivo del ácido acetil-salicílico como antiagregante plaquetario que en una dosis de 81mg vengo tomando desde el año 2000).
El reto más difícil le tenemos, sin embargo, en transferir la innovación que merezca la pena para lo que hay que llenar el vacío existente entre el desarrollo tecnológico y los productos que debe consumir la sociedad cuando pierde la salud. Por ende hay que proporcionar datos y hechos a los políticos para que estos a su vez puedan tomar decisiones bien informadas. Hay que avanzar con cuidado y rigor, junto a un exquisito equilibrio, en la presentación de los avances del conocimiento.
Salvador Peiró incluye en el capítulo algunos ejemplos de innovaciones de éxito en diferentes campos. La característica que define estas innovaciones no es tanto la ruptura tecnológica con las técnicas pre-existentes, como, ya se ha dicho, su contribución incremental a la mejora de la efectividad, seguridad y eficiencia de la atención prestada a los pacientes. Nótese que algunas tan simples y baratas como el lavado de manos pueden aportar beneficios mayores (en forma de reducción de infecciones nosocomiales, con su correlato de prolongación de hospitalizaciones, daño para los pacientes e incremento del gasto) que otras muchas que percibimos como más sofisticadas e “innovadoras”.
Ejemplos (no exhaustivos) de innovación de éxito. |
Medicamentos |
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Equipamientos diagnósticos y terapéuticos |
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Dispositivos |
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Cambio organizativo |
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En todo caso, incorporar la innovación puede implicar un menor (pocas veces) o un mayor consumo de recursos (casi siempre) que impone una importante dificultad de financiación a un sistema sanitario muy exigido por la cronicidad, la incorporación de nuevas tecnologías de precios cada vez mayores y su propio despilfarro por falta de modernización de estructuras, procedimientos y uso inteligente de incentivos a los profesionales.
Todos los innovadores quieren obtener los mayores beneficios posibles de su innovación. Desde hace muchos años las sociedades les “garantizan” unos beneficios “razonables” mediante la exclusividad de comercialización de sus productos durante un tiempo (patentes) y, hasta ahora, hemos confiado (con cierto éxito) en esta estrategia para estimular la innovación en medicamentos y tecnologías en beneficio mutuo de la sociedad y los innovadores. Racionalmente, cabe intuir que ni las sociedades tienen interés en frenar la (verdadera) innovación ni la industria de medicamentos, dispositivos o equipamientos sanitarios tiene interés en desestabilizar a las grandes aseguradoras públicas que le aportan un enorme volumen de clientes “de pago”.
Pero la racionalidad requiere un funcionamiento adecuado de los “mercados” de innovación, con reglas claras y creíbles que generen confianza sobre los retornos de inversión. Estas reglas pasan por precios en función del valor añadido, cierto respeto al marco presupuestario que no amenace la sostenibilidad de los sistemas públicos, información veraz (también por parte de la industria) y acceso de los pacientes que cumplan las condiciones (reduciendo el uso de fuera de indicación a la mínima expresión posible) para el tratamiento a las innovaciones que les aporten valor.
Estas reglas pasan también por la reducción del despilfarro, tanto para generar recursos que permitan incorporar la verdadera innovación, como para generar confianza en que el alto precio que se paga por ellas será aprovechado en beneficio de los pacientes (y no se perderá por las rendijas del despilfarro). Accesibilidad de los pacientes a la verdadera innovación y sostenibilidad de los sistemas sanitarios son engranajes del mismo mecanismo y probablemente no pueden resolverse por separado.
Por muchos motivos, la reducción del despilfarro (y la reinversión para mejorar la atención e incorporar la innovación verdadera) no es un problema de fácil resolución. Menos con la mano de cartas –macro, meso y micro– que tiene el sistema sanitario. Pero que el “problema” sea de difícil solución no debería impedir resolver muchos de los problemas que forman parte del mismo. El coste del despilfarro es, esencialmente, el coste de los beneficios perdidos para pacientes, ciudadanos y, previsiblemente, para los propios profesionales del sistema sanitario. Y probablemente, y aunque no lo sepan, también para sus proveedores y los máximos responsables de las organizaciones sanitarias. Realmente, reconocemos con toda nuestra admiración a Salvador Peiró que no se puede decir más, mejor.