Creo que fue Mario Benedetti él que en uno de sus inolvidables versos decía algo así como: “de pronto, cuando sabíamos todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas”. Y quizás sea precisamente eso lo que le está ocurriendo a esta sociedad condenada a vivir en la apodada por muchos como la era la de la incertidumbre.
Lo cierto es que la globalización no es nada nuevo y si seguimos a teóricos como Held ya existía en la época romana a modo de imperio que homogeneizaba e interrelacionaba los tres ejes vertebradores del mundo, a saber: económico, político y social. Y esto no debe de sorprender a nadie pues siguiendo a la sabiduría popular “no hay nada nuevo bajo sol” o en palabras de Nietzsche se constata su afamado “eterno retorno”.
No obstante, el fenómeno (o más bien, la realidad) de la globalización en la que vivimos actualmente, se ha visto exacerbada por algo que no existía antes: Internet. Ese amplificador, multiplicador, canal que representa Internet ha hecho de la rapidez y la inmediatez las notas que afinan la sociedad del s. XXI.
En 1974, el sociólogo alemán Peter Drucker publicaba un libro que titulaba acertadamente “La sociedad post-capitalista”. En el cual, señalaba que el PIB de los estados provenía, ya entonces, en un 50% por lo que él denominaba “sociedad del conocimiento”. Hoy, en el año 2018, el sector servicios representa en España el 75% de nuestro PIB y ello sirve para caracterizar a esa sociedad de la información y del conocimiento. La consecuencia directa de lo anterior es que aquellos clásicos bienes y mercancías se han visto, en buena medida, sustituidos por la economía de lo intangible.
La dificultad de lo intangible es clara: ¿Cómo poner valor a aquello que no se puede ver o tocar? Así, surgen conceptos como la economía de la reputación, la RSC…un mundo, el económico, dónde es casi tan importante cómo se vende, que lo que realmente se está vendiendo. Un panorama donde el poder de las grandes multinacionales y su responsabilidad social corporativa marca, en buena medida, la intervención del Estado en la economía.
Conviene retener esa última idea pues esa incapacidad del Estado para intervenir en todo, hace necesaria la convergencia de fuerzas para lograr resultados (como demuestran los partenariados público privados, por ejemplo) representa el hito de este s XXI: la crisis de los Estados-nación.
Pero aquí más que de crisis, vamos a hablar de ventana de oportunidad, de cómo esa crisis (grave y real) debe servir para redibujar los equilibrios de poder en el s. XXI. En definitiva, se abre ante nosotros la oportunidad de lograr la tan ansiada gobernanza global. O, dicho de otra manera, de demostrar que el trilema de Rodrik se puede dar y que la democracia, la soberanía y la globalización económica pueden vivir en paz y armonía.
Conviene tener en cuenta dos cosas: por un lado, nos hallamos ante un Estado, según Bell, demasiado grande para hacer frente a los problemas diarios de sus ciudadanos a la vez que demasiado pequeño para solucionar los grandes retos globales que afligen al mundo. Y, por otro lado, vivimos en un mundo interconectado con acceso a información 24/7, donde la información es poder, es normal que esos “ciudadanos cultos universales” (en palabras de Peter Mason) se hallen lo suficientemente empoderados para poner luz donde hay sombra, y para actuar a modo de sociedad civil en el panorama de las relaciones internacionales como demostraron las marchas de Seattle en 1999, como hito precursor de muchas posteriores.
Pero, la pregunta del millón es: ¿y esto como nos afecta en nuestro día a día? Y la respuesta es clara: la globalización ha cambiado nuestro mundo de forma irrevertible e imparable. La globalización es la realidad del s. XXI.
A modo de ejemplo ilustrativo, piénsese en cómo la crisis del Estado-nación afecta al papel del Estado garantista que se creó tras los horrores de la II GM en Europa, el conocido por todos como Estado del Bienestar también se halla atravesando una grave crisis. Los conceptos de eficacia, eficiencia y calidad sirven para cuestionar cuál ha de ser la intervención de Estado en sectores como la salud para asegurar el mejor de los escenarios posibles: el acceso gratuito y de calidad a unos servicios sanitaros de la máxima excelencia. La tarea no es poca cosa y la gestión de lo público no deja de ser la eterna asignatura pendiente en una Administración Pública que baila entre dos aguas: una burocracia sempiterna y el intento de consolidar una Nueva Gestión Pública. Cuando el objetivo debería ser avanzar hacia el tercer estadio, esto es, alcanzar una gobernanza pública de éxito.
Hay miles de interrogantes en torno al sector sanitario: ¿hay que externalizar para lograr una mayor eficiencia?, ¿cuánto debe de cooperarse en la UE en torno a la salud como bien público global?. Actualmente, existe una propuesta de reglamento de Evaluación de Tecnologías Sanitarias en la Unión Europea que puede que sirva para dar respuesta a la segunda de estas preguntas, pero, sobre todo, sirve para advertir que la salud pública es un bien público global.
Otro ejemplo de que la salud es un bien público de carácter global (y, por ende, transversal) viene de la mano de la Declaración de Berlín el pasado mayo de 2017 a rebufo de la Cumbre del G20 que tuvo lugar en Alemania. Bajo el lema: “together today for a healthy tomorrow”, los distintos ministros de sanidad reseñaron que los principales riesgos a la salud en un mundo globalizado provienen de las enfermedades infecciosas y la resistencia antimicrobiana. Así, la citada Declaración, afirma que sólo con sistemas sanitarios fuertes, sostenibles, resilientes y críticos se puede hacer frente al reto que la salud global plantea. El objetivo merece la pena pues de la salud depende el bienestar humano y social.
Respecto del plano social (en una visión más holística), se ha producido una “Mcdonalizacion” del mundo. Una homogeneización, con sus luces y sus sombras, como todo. Por eso, no es de extrañar que en un mundo que se abre de manera imbatible resurjan esos –ismos (fundamentalismos, nacionalismos, populismos, etcétera), esa apelación a la emoción, a lo conocido. En definitiva, ese repliegue hacia lo individual, el intento de volver a las fronteras de un estado-nación que ya está caduco. La crisis que vivimos tiene mucho que ver con el miedo a lo desconocido. Algo muy humano, pero hay que pararse y reflexionar.
El miedo es solo una advertencia de la conciencia humana, necesario sí, pero no puede dominar nuestras decisiones. No se puede hacer caso a chamanes del s. XXI disfrazados con una corbata roja y un tupé demodé que nos ofrecen soluciones sencillas para problemas muy complejos. Aunque soñar es gratis, lo cierto es que esa fórmula mágica no existe y que los problemas complejos requieren de soluciones también muy complejas, dónde sin duda, la gobernanza global ha de ser la respuesta. La solución no es el repliegue a lo nacional, sino el impulso de lo global. Juntos, más y mejor. Huelga decir que, queda mucho por hacer, pero como decía el gran Machado, se hace camino al andar, y el camino ya está marcado, la globalización no es algo temporal y el cambio de mentalidad debe de empezar tras la lectura de este último renglón.
Agradecimiento: a mi hija Alicia, ya que la entrada es suya, yo sólo la he corregido y sugerido alguna aportación