
Las políticas públicas, eje del estado del bienestar, comunes en sanidad y en el entorno europeo, giran en torno a tres temas centrales: Como sociedad, cuánto estamos dispuestos a invertir en servicios sanitarios, siendo conscientes de que esta opción es la más costosa para conseguir mejoras de salud (determinantes de la salud); cómo se han de prestar los servicios sanitarios para asegurar el mejor output al mínimo coste (eficiencia) y cómo aseguramos la equidad y el acceso a estos servicios que preservan nuestras capacidades vitales y nos resguardan de riesgos que no podemos asumir individualmente por su coste o magnitud (redistribución de la riqueza, fiscalidad…).
Buena parte de los recursos destinados a la investigación para la salud provienen de aportaciones del sector público; por tanto, conviene que la sociedad conozca, reflexione y participe en las decisiones sobre las prioridades de su asignación.
Hay un mercado potencial cada vez mayor, debido al progreso biotecnológico, de productos de medicina preventiva, pero las empresas siguen invirtiendo mucho más dinero en la medicina orientada a las enfermedades de base biológica. Además, las enfermedades psicosomáticas que además de ubicuas y frecuentes, cuestan una fortuna (más del doble del coste de tratar la diabetes), son relegadas a un pie de página en los libros de Medicina y nadie las presta atención.
La investigación está todavía bastante condicionada por las inclinaciones de los investigadores. Atribuir a cada nueva tecnología las cualidades de neutralidad e inevitabilidad significa que los muchos intereses concretos que tanto tienen que ganar con la rápida aceptación y difusión dicha tecnología se libran de tener que ponderar los méritos o la sabiduría de su contribución o lo apropiada que ésta pueda ser. Los usos alternativos de tecnologías no son ni independientes de los sistemas de valores ni están exentos de consideraciones éticas.
Lo cierto es que muchos de los productos y de los procesos de la incipiente revolución tecnológica son potencialmente beneficiosos. Si no lo fuesen, no encontrarían mercado. Las empresas no están para ofrecer productos y servicios que la sociedad no quiere, aunque sus esfuerzos se concentren, en ocasiones, en magnificar lo que se considera anómalo o anormal para ganar potenciales clientes. Y aquí está precisamente el meollo de la cuestión. No se trata simplemente de la motivación de los científicos o de las empresas que financian la investigación. La sociedad, con sus expectativas, actitudes y preferencias, establecerá los parámetros culturales y de otro tipo sobre el futuro que queremos en el ámbito de la sanidad. La discusión tendrá que ser tan profunda como amplia, pues suscita preguntas fundamentales sobre la naturaleza de la ciencia, los tipos de nuevas tecnologías que introducimos en el mercado y el papel del comercio en los asuntos de la biología.
Ahora bien, mejorar la salud de la población tiene un coste y los poderes públicos que han de tomar las decisiones se enfrentan al reto de conciliar una demanda creciente de servicios sanitarios con unos recursos que son limitados. La implicación para la toma de decisiones estriba en la necesidad de valorar los impactos sobre costes y beneficios, en términos monetarios siempre que sea posible, y a pesar de las limitaciones de los métodos, en tomar decisiones no en función de los aumentos del gasto, sino en función de los beneficios netos.
Es necesario establecer prioridades e introducir el criterio de eficiencia, entendiendo como tal el análisis de la relación entre los recursos consumidos (costes directos e indirectos) y los resultados obtenidos, sean estos intermedios (recaídas evitadas, reducción de los tiempos de espera, etc.) o finales (muertes prevenidas, vidas salvadas o años de vida ganados, etc.). A menudo se considera que una tecnología sanitaria es más eficiente que otra exclusivamente cuando ahorra dinero, es decir, cuando a igualdad de beneficios su coste es menor, olvidando que una intervención también será eficiente si el beneficio extra que produce compensa su coste adicional. El problema surge cuando tratamos de definir cuándo un beneficio extra «compensa» su coste adicional. En EEUU, Canadá y algunos países europeos se considera que una intervención sanitaria presenta una relación coste-efectividad aceptable si el coste adicional de cada año de vida ajustado por calidad (AVAC) ganado es inferior a 50.000 dólares, e inaceptable cuando supera los 100.000 dólares por año de vida ganado ajustado por calidad (AVAC). En España recientemente se ha señalado que se pueden considerar eficientes todas las opciones entre los 20.000 y los 24.000 euros/AVAC. Este tipo de aproximación puede ser de ayuda a la hora de tomar decisiones más informadas por parte de las administraciones públicas, una más y ciertamente, no la única.
Establecer prioridades en innovación tecnológica requiere decidir sobre la base de evidencias, valores, riesgos y beneficios, y teniendo en cuenta información procedente de la evaluación, que no suele ser precisamente ni profusa ni de calidad cuando existe. Los principales criterios de establecimiento de prioridades, más o menos implícitos y explícitos, han sido las necesidades de salud de la población, la calidad científica de la investigación, el logro potencial de resultados, la diversificación de líneas y la disponibilidad de infraestructuras adecuadas. Persisten problemas del tipo de adecuar la ponderación de dichos criterios y debatir las alternativas que permitan determinar quiénes son sus beneficiarios potenciales, es decir, el conjunto de la ciudadanía y no sólo los actuales, así como equilibrar intereses legítimos pero minoritarios con otros más generales. Hace falta considerar formas de eliminar el uso ineficiente de las tecnologías médicas existentes (desinversión/reinversión) y dirigir la innovación médica hacia tecnologías más productivas que pasen, como se ha comentado anteriormente, la prueba del beneficio neto. También sería preciso distribuir de otra manera los fondos de investigación e incluir el potencial de mejora de la eficiencia como una de las variables a tener en cuenta en los procesos de priorización de la investigación aplicada.
La exigencia de transparencia en el empleo de los recursos públicos y la participación democrática en la formulación de prioridades en investigación, no es tarea fácil. Requiere inteligencia y el convencimiento de que no existen fórmulas ni mecanismos perfectos.